Las imágenes que llegan sin descanso en las últimas semanas sobre la tragedia migratoria han destapado, paralelamente, un ejercicio descomunal de hipocresía en el que la demagogia ha cubierto las esferas completas de nuestra vida. Parece como si el drama de la migración hubiera comenzado ayer y que el mismo se destapara gracias a la figura del niño Aylan Kurdi.
Esta doblez procede del origen de los tiempos, la colonización y la incursión de la civilización occidental sobre resto del mundo, y más recientemente de aquella otra fotografía de las Azores, con los halcones anunciando la desestabilización premeditada del Oriente Medio, para alcanzar el pleno en el control de los recursos energéticos fósiles.
Me remueve el interior escuchar voces inflamadas desde los gobiernos español o francés, desde la Unión Europea, lanzando lágrimas de cocodrilo, azuzando a los medios, para acoger a un pobre en Navidad, una familia refugiada en un albergue y ofrecer una rueda de prensa y lanzar confetis de una supuesta solidaridad. Un escarnio a la inteligencia.
No soy amigo de citas bíblicas, pero esta vez no he podido dejar de caer en la tentación: “¡Ay de vosotros, escribas y fariseos, hipócritas!, porque sois semejantes a sepulcros blanqueados, que por fuera lucen hermosos, pero por dentro están llenos de huesos de muertos y de toda inmundicia”. (Mateo, 23-27).
Hemos sido un pueblo que ha conocido no hace mucho, tres generaciones, el drama del desplazamiento, del exilio masivo como jamás sucedió en nuestra historia. Masivamente, Y por ello, la sensibilidad a pesar de las interferencias, es parte de nuestro acerbo colectivo. Una sensibilidad que difiere de la del marketing que impone la cultura política occidental.
Entre 1937 y 1939, un total de 151.000 hombres, mujeres y niños vascos, huyeron de sus hogares perseguidos por el terror franquista. La mayoría cruzó la muga hacia el norte, y otros lo hicieron hacia lugares lejanos, también hacia África. La Segunda Guerra mundial, la miseria y el desarraigo, devolvió a aquella generación a su aldea, a comienzos de 1940. Pero el resto, unos 12.000 se desperdigaron por el mundo.
He perseguido muchas de esas historias de 1939, otras también más recientes, de esos 2.500 huidos desde 1960 que dejaron nuestro país desertando de las torturas, de la exclusión política para soñar en un lugar digno. Y me he encontrado con micro-historias tremendas, espeluznantes, suficientes para provocar un desasosiego infinito. Cada cifra esconde un drama, cada número una galaxia.
Las cifras, sin contexto, son tramposas, como el papel. En 1939, los huidos alcanzaron a ser el 13% de la población vasca de entonces. Trasladado a nuestros días, cerca de 400.000 habitantes. Imaginen que Bilbao y Baiona se quedan de repente, en 2015, sin vecinos. Cero habitantes. Un drama descomunal, inimaginable a pesar del esfuerzo. Tomen aire por unos minutos y reflexionen sobre las innumerables consecuencias.
También hemos conocido la llegada de migrantes a nuestro territorio, 600.000 apuntalan los expertos, entre 1950 y 1975. Una oleada que modificó nuestra estructura social y nacional, que orientó el escenario, como sucedió al final del siglo XIX con el desarrollo minero en Ezkerraldea. Ambas, precisamente, dieron origen a la modernización del discurso ideológico, con el nacimiento en el primer caso del PNV y en el segundo de la izquierda abertzale. Fueron migraciones que modificaron el futuro.
Esa misma proporción, en algunos casos menor, en otros mayor, es la que padecen los territorios modernos de Siria, Iraq, Afganistán. Es la que soportaron durante la esclavitud cerca de 13 millones de negros (añadan una cuarta parte más que murió en el traslado y otra en el momento de su captura), trasportados forzosamente de su continente a otro nuevo. Aquellos desgraciados, “salvajes incivilizados” para la iglesia, monarquías y repúblicas del momento, no tuvieron la imagen del niño Aylan, o la nuestra del “Guernica” de Picasso en la Expo de París, para aflojar sentimientos. Padecieron una migración forzosa durante más de tres siglos.
Naciones Unidas, que en eso de las estadísticas se esmera, no tanto en las soluciones, anuncia que los migrantes han sobrepasado los 232 millones, de ellos 52 millones huyendo de conflictos abiertos. Únicamente en Colombia, más de cinco millones de personas se han desplazado internamente. Los “falsos positivos” alentaron las huidas. Los desplazados sirios superan los 7 millones. Cifras escandalosas. La muerte de un hombre es una tragedia, la de millones una estadística, dijo alguien en cierta ocasión.
El 60% de los migrantes se traslada hacia escenarios “ricos”, donde también existen cinturones de pobreza. Pero unos y otros, los cinturones de los ricos y los de los pobres, también tienen escalas. Uno de cada cinco viaja a EEUU, intentando sortear el Río Grande, a la sombra de mafias y negocios que aprovechan la miseria humana. EEUU ha establecido un muro de más de 3.300 kilómetros de longitud.
No suceden los desplazamientos masivos más recientes por casualidad, por el canto errado desde un minarete, por la simpatía o no hacia un régimen político. Tampoco por el desapego a la tierra. Las causas son sistémicas. Y todos desean volver a su aldea. Un viejo relato persa decía: “Un policía pregunta: ¿qué haces Nasrudin vagabundeando por las calles en mitad de la noche? Señor, responde Nasrudin ¡si tuviera la respuesta a esa pregunta hace mucho tiempo que hubiera vuelto a casa!”.
Hace poco oí en una entrevista televisiva a Gerald Celente. Perdonen por la cita, que la recogí, un poco larga: “Esas personas no son migrantes, son refugiados que huyen de sus países después de que EEUU y sus aliados los bombardearan. Fíjese lo que han conseguido. Siria, Afganistán, Libia, Iraq y ahora Yemen han sufrido los bombardeos de EEUU, Arabia Saudita y los Emiratos Árabes. Han atacado a los países más pobres de la región y ahora sus habitantes tienen que huir a Europa. A ello hay que añadir la caída de las materias primas en todo el mundo, en Argelia, en Nigeria, en Brasil, en Colombia, en Chile, en Venezuela y en Bolivia. Los habitantes tienen que huir del país por culpa del desplome de la economía y del agotamiento de los recursos naturales”.
Ese es el origen de las últimas migraciones, de las últimas oleadas de migrantes que sacuden las conciencias de Occidente. No hay más verdades ocultas, más misterio por desentrañar. Siempre ha sido igual. Las 85 personas más ricas del mundo poseen tanto dinero como 3.500 millones de personas. Ahí está el nudo de la cuestión. El reparto de la riqueza y el expolio de la desparramada por el mundo.
El Acuerdo de Schengen (1995) desarrolló unas normativas de carácter general sobre la “libre circulación de personas de los países europeos” pero al mismo tiempo reforzó las limitaciones para la inmigración extraeuropea. La Unión Europea dio la espalda a su historia. Es más, se ratificó en ella. Hizo tabla rasa de sus responsabilidades en la colonización y el expolio sostenido provocado hasta entonces.
Hemos dejado de pertenecer a esa aldea a la que regresaron humillados nuestros antepasados cercanos en 1940. Hemos dejado de movernos en las cuestiones identitarias que planteó Sabino Arana en 1890, como bien reflejó la izquierda abertzale en 1967. Nuestra pequeña comunidad vasca, al pie de los Pirineos y el Cantábrico, es una brizna más en ese mapa cada vez más complejo que se llama humanidad.
Un mapa repleto hasta el vómito de sepulcros blanqueados que nos llama a la solidaridad de la especie y, por extensión, a la derrota del modelo económico imperante en nuestro, también, pequeño planeta, perdido en la inmensidad de un océano galáctico que cada noche que luce vuelve a apretarnos nuestra conciencia.
Más de dos siglos después, recordamos a nuestras vecinas y vecinos, anónimos y desconocidos con emoción. Con la emoción que nos traslada sentirnos a sólo unos metros de donde vivieron y sufrieron aquella tragedia. De escuchar y transmitir el eco de estas palabras con la misma intensidad que ellos oyeron temerosos el rumor de los cañones. De revivir en nuestra memoria la angustia de su futuro inmediato. El aullido de la guerra. La destrucción.
Ha pasado mucho tiempo desde aquel 1813, han cruzado más guerras nuestra ciudad. Hemos revivido las tragedias. Ocho generaciones desde entonces, algunas más agraciadas que otras. Aquí estamos, sin embargo, recobrando su presencia, notificando la existencia. Incorporándola al presente.
Porque ese salitre del mar Cantábrico que nos enfunda el semblante, esas gaviotas que revolotean a la llegada de los barcos al puerto, esa perfil que nos cobija desde el Castillo de Urgull, esa brisa que ingresa mañanera desde la Zurriola, ese pasillo azulado por el que desfila el Urumea, es el de siempre. El de entonces y el de ahora.
Porque esas zozobras a veces inútiles, esas alegrías festivas, esas ilusiones radiantes, grandes y pequeñas, esos amores de juventud y de vejez, esas cuadrillas que nos revelan el inmenso valor de la amistad, esas noches de invierno eternas o las estivales más breves, esa esencia del sudor en el trabajo, casi siempre mal pagado, es la de siempre. La de entonces y la de ahora.
Ha pasado mucho tiempo desde aquel 1813. Pero sentimos que cuando llegan los aniversarios, cuando prendemos las velas de la memoria, cuando entonamos las voces de nuestros coros, el tiempo se esfuma y la edad se desvanece impregnando los rincones más diversos de nuestra ciudad. Hay una sombra alargada de recuerdos pegada a nuestro caminar.
No queremos ser rehenes del pasado, del blanco y negro. La vida continúa en aventuras que construimos día a día. En una lucha permanente y siempre inacabada por construir esa sociedad que nos haga libres. Con mayúsculas.
Pero no podemos negar que somos hijas e hijos de ese pasado. De ese espacio húmedo, arenoso, rodeado de lomas y montes que nos embarcan hacia un país en el nacimos o llegamos orgullosos. Un espacio agresivamente humano, coloreado con la piel de la dignidad y el murmullo de los nuestros.
Es cierto que no conocimos las fisuras de vuestros labios, ni los botones de vuestros chalecos, ni los pliegues de vuestras enaguas. Apenas atisbamos a garabatear vuestros nombres, ya inusuales. Evaristo, Xaviera, Bartín, María Antonia, Mateo, Donato, Joaquina, Eugenio, Juliana… Nombres. Hombres y mujeres.
No conocimos, tampoco, aquellos huecos que dejó la metralla, el tifus, el hambre, el fuego devastador. Pero hemos reconocido el surco de vuestro viaje. Un surco imborrable. Y cuando aprendimos a leer se nos grabó aquello que escribió el notable pregonero donostiarra José Vicente Echegaray hace ya 200 años: “Que el mundo sepa lo que nos ha sucedido”.
Fieles a sus palabras, aquí estamos. Muchos años después, apenas un instante en este recodo caprichoso que han construido el mar y la tierra y que llamamos Donostia. Un año más. En vuestra memoria.
Joaquín Hernández era guardia municipal en Donostia. Llegó a la capital guipuzcoana procedente de Salamanca, su ciudad natal. Sus orígenes y algunas conversaciones cotizaron para que la derecha donostiarra le avalara para el puesto de agente municipal. Llegó la guerra civil y Hernández, sin embargo, se fue con los demócratas y combatió al fascismo.
Un año más tarde, el policía local fue detenido en Bilbao y encarcelado en unas escuelas, tanta era la gente arrestada. Su paso por una prisión inusual no resultó determinante para que fuera juzgado y condenado a 20 años de prisión. Una barbaridad. Hernández no había hecho sino defender los valores más primarios de justicia e igualdad.
El juez militar, severo como tantos otros, “razonó” el castigo con un argumento inmortal: “el procesado se presentaba con la máscara de persona de orden y de profundos y arraigados sentimientos religiosos, pero más adelante arrojó el disfraz, apareciendo entonces como blasfemo, ateo y de mala conducta”. La libertad y la blasfemia sinónimos.
Me dirán que son crónicas ajadas, demasiado viejas para traer a colación en un artículo de opinión que debería reflejar la actualidad más cercana. Es cierto, pero el pasado sigue pesando como una losa. Les animo, por ello, a que lean las siguientes líneas, hasta el final del artículo, para refrendar la cita del inicio y comprobar que, al parecer, en nuestra tierra no ha llovido jamás.
Hace unos días hemos tenido la oportunidad de conocer otra sentencia, la 338/2015, esta vez redactada por unos jueces civiles, del Supremo. Ordena el cierre de 107 casas del pueblo, en lenguaje de otra época, o lo que es lo mismo “herrikos” en este caso de la izquierda abertzale. Un expolio en toda regla.
La sentencia, que también ha condenado a diversas personas, tiene su fundamento principal en un argumento central que se remonta a 1967. Un argumento que ya ha sido reiteradamente utilizado por la magistratura española en otros castigos ejemplarizantes cargados en las espaldas del sector soberanista vasco, en especial desde el proceso conocido como 18/98.
En síntesis, los jueces adivinan que en ese año de 1967, ETA se organizó en frentes (cultural, social, político y armado) y desde ahí inventó una nueva forma de hacer política a través de una fórmula mágica, el “desdoblamiento”. Y así se “desdoblaron” centenares de militantes, miles, para esparcirse como misioneros por la faz de Euskal Herria y llevar la buena nueva. El “todo es ETA”, dice el Supremo, viene de lejos.
Un rápido ejercicio aritmético nos lleva a la conclusión que desde aquel 1967 hasta nuestros días han pasado 48 años. ¡Casi medio siglo! 1967 fue el año de la ilegalización de CCOO, de la muerte del Ché Guevara y de la consagración de Los Beatles. Aunque no lo parezca, sí ha llovido, bastante por cierto, desde entonces. El Supremo ha elegido sin embargo el icono de Rafael, que representó entonces a España en Eurovisión y aún sigue haciendo publicidad, para hacer gala de una casposidad grandiosa.
Tengo que admitir que la referencia a hechos de 1967 por la Sala del Supremo me ha causado estupor. Con reiteración. Imaginen que al desdichado Joaquín Hernández, juzgado por “rebelión militar”, es decir no seguir a los golpistas franquistas, y condenado por blasfemo, le hubieran encarcelado por antecedentes ideológicos de 1877, de medio siglo atrás, en los estertores de la Guerra carlista, en el año que León Tolstoi escribió “Anna Karenina” y la pomposa reina de Inglaterra, de nombre Victoria como correspondía a su rango imperial, fue nombrada emperatriz de India. Imaginen, porque imaginación a los jueces, por lo visto, no les falta.
Esta cuenta de cincuenta años de infiltración de ETA en la sociedad vasca se carga, retroactivamente, la legalización de partidos y sindicatos, la libertad de prensa, la autonomía, la educación en euskara. Todo aquello que puedan imaginar. Hasta los cuadros de Ibarrola o las esculturas de Oteiza, surgidos del magma de la revolución.
La sentencia, por lo demás, continua esa línea de frivolidad epistolar que desprecia los textos en lengua vasca, con pésimas traducciones, y que desatina en los datos objetivos de manera espectacular. Atribuir en la sentencia a ETA la comisión de 33.391 atentados desde 1961 a 2002 (año de la incoación del sumario) es una exagerada exageración. En realidad eran poco más de tres mil. Me dirán que apenas importa, que el punto se ha resbalado y que quizás haya habido un error. Pero en una sentencia del Supremo, por ello es Supremo, consejo de los mejores, los errores no pueden existir.
La literatura se rueda por la sentencia con citas a eslóganes del tipo “borroka, bide bakarra da” o “zuek faxistak zarete terroristak”, transmitidos por ETA a la dirección de Herri Batasuna. Otro sin sentido. Por cierto, el segundo de los lemas es traducido como “vosotros fascistas sois los verdaderos terroristas”. Comprueben que entre la frase original y la de la sentencia hay una inclusión, “verdaderos”, como si los jueces quisieran dar énfasis, por su cuenta, al lema.
El delirio literario de la sentencia alcanza uno de sus clímax con el apartado que comienza con “Heri Batasuna, aprovechando su presencia en las instituciones potenciaba la actividad de ETA con declaraciones, manifestaciones, ruedas de prensa… y mociones”. Sí, han leído bien, mociones. Y estas mociones, lo resalta la sentencia, abren un abanico en el que, entre otros, se introducen “135 denunciando presuntas torturas”, “535 a favor de objetivos de ETA”, “82 en apoyo de Udalbiltza” o “643 contra el constitucionalismo y estatutismo”. Recuerden que Udalbiltza fue absuelta o que el relator de la ONU estiró de las orejas a España por la tortura.
La continuidad de este apartado nos llevaría a conclusiones monstruosas. Denunciar la tortura es terrorismo. Votar o abstenerse en el referéndum del Estatuto de Autonomía o en el de la Constitución española fue legitimo, pero ojo, si alguien aireó su voto y éste no fue favorable será considerado etarra. Y automáticamente, la independencia, la justicia social, el tratamiento del euskara, la igualdad de la mujer… en fin cualquier tema abordado por ETA como objetivo político es susceptible de ser criminalizado. Al loro.
Simultáneamente a la publicidad de la sentencia, el presidente del Gobierno español anunciaba unos retoques a su equipo de gobierno, para recolocar a los no electos según expectativas, entre ellos Maroto, y lanzaba un mensaje apocalíptico. La prensa ha recogido algunos fragmentos del mismo. A los más curiosos les animo a leerlo en su integridad (está colgado en la página de presidencia del Gobierno hispano y en la web de su partido).
Lo he leído varias veces y en todas ellas, en especial cuando alcanzo a las últimas páginas, una sacudida eléctrica me recorre el espinazo. He creído comprender el desasosiego y el temor que sufrieron decenas de miles de compatriotas, como el citado Joaquín Hernández, cuando civiles y militares luego golpistas, caldearon el ambiente con declaraciones que provocaron el golpe de estado de julio de 1936.
Rajoy apela a un contubernio que llama “frente anti-pp”: “estas maquinaciones de hoy no son más que el preludio de los que puede ocurrir dentro de unos meses si no obtenemos una victoria que lo impida”. El presidente español mete en el mismo saco al PSOE (“yo creía que compartía con el PSOE los mismos valores constitucionales, el mismo amor a España. Pero ahora veo que no”) a los “grupos extremistas, marginales, antisistema o claramente independentistas”. Es decir, como marcaba Bush, o conmigo o contra mí.
Esta construcción del relato es muy similar a la que puso en marcha la derecha española en la Segunda República contra el Frente Popular y desembocó en lo que ya de sobra conocemos. De aquellos barros estos lodos. Una literatura demasiado inquietante, en lo que nos corresponde, para todos aquellos que no votamos derecha. Un relato que nos pone en alerta sobre el devenir de los próximos meses. Duros, sin duda.
Entre el hedonismo cultural que nos invade, la desaparición de la información sustituida por la propaganda, y la justificación de los medios por un supuesto y superior fin, las sociedades occidentales han entrado en ese cubículo adelantado ya por Georges Orwell o Ray Bradbury. Las señales del totalitarismo son cada vez más visibles.
Siempre hay una excusa para dar una vuelta más a los grilletes. Hace tiempo era la masonería, luego la subversión, la internacional comunista, la migración, el yihadismo. El lobby armamentístico, el de seguridad, controla el mundo y, de paso, lo hace más constreñido. Hace años que democracia es sinónimo de recortes.
Así, el cerco se estrecha, como si todos fuéramos delincuentes. Hay que demostrar la adhesión a los principios del movimiento, la solidaridad con los preceptos del neoliberalismo, el aplauso hasta el vómito a los ejecutores de las leyes, a los verdugos y mercenarios. Hay que escenificar lealtad para ser ciudadano con derechos.
La involución continuada ha regenerado el escudo para la clase social dirigente. Aunque tengan sueldos de lumpen, aunque dentro de unos meses les exijan el bachillerato, el sistema les ha aupado a protagonistas. “A qué enviar asesinos a sueldo, si basta ya con los alguaciles”, escribía con su afilada pluma Bertolt Brecht.
La nueva ley de Seguridad Ciudadana, engendro de eufemismo, comienza precisamente por elevar a la categoría infalible a quienes han sido tradicionalmente fuentes contaminadas: “Las denuncias, atestados o actas formulados por los agentes de la autoridad en ejercicio de sus funciones que hubiesen presenciado los hechos, constituirán base suficiente para adoptar la resolución que proceda”. Entre nosotros… ¡cuántas versiones falsas, cuántos sapos!
No hace falta ser experto para poder traer al escaparate del escritorio ejemplos de cualquier tipo. Uno, al azar. Manuel Sánchez Corbi, capitán de la Guardia Civil, condenado a cuatro años por torturar a Kepa Urra. La pena del agente fue rebajada por el Supremo español y al año siguiente, el Gobierno de Madrid le indultó y ascendió a comandante. Fue condecorado con cuatro distinciones, dos de ellas que acarreaban pensiones vitalicias. Fue responsable del seguimiento desde Pau de los refugiados vascos en el Estado francés.
Otro ejemplo que me atrapa, por su cercanía. Joxi Lasa y Josean Zabala fueron enterrados en cal viva. Desaparecieron tras ser secuestrados por agentes del cuartel de Intxaurrondo. Mikel Zubimendi, siendo parlamentario en Gasteiz, echó al asiento vacío del socialista Ramón Jauregi un saco de cal viva. Un símbolo.
En 2015, sin embargo, esa propaganda eterna que justifica la españolidad de un trozo de tierra a golpe, si hace falta de sable, trae a colación la acción de Zubimendi, para evitar que participe en un debate televisivo, obviando la mayor, la de Busot. Cal viva, la del símbolo, no la real.
No son los partidos o los agentes políticos quienes imponen esas leyes, sino los que mandan de verdad, los que aterrorizan con su aliento a quienes se apartan unos centímetros de la fila. Hoy ha sido el PP, en el Gobierno de Madrid, quien ha aprobado la llamada Ley Mordaza, una ley antisubversión de las de la época de Melitón Manzanas o Billy el Niño. Antes, sin embargo, fueron otros, incluido el PSOE y el PNV.
Habría que recordar que hace 25 años, cuando Felipe González era el presidente de ese Gobierno español, lanzó otra ley similar, la llamada Corcuera, por el nombre del ministro del Interior de turno. Unas normas que la llevaron a ser conocida como la ley de la “patada en la puerta”.
La Ley Corcuera institucionalizaba diversos aspectos propios de un Estado policial antagónico del de derecho. Desde la detención temporal, sin necesidad de presentar cargos, hasta el allanamiento de morada sin mandamiento judicial quedaron legalizados. Estas medidas fueron consideradas lógicas por un Estado que, en ese nivel, guardaba las formas democráticas en signo de carencias. En noviembre de 1993 algún aspecto de aquella ley fue considerado, por el tribunal competente, inconstitucional. Y el ministro dimitió.
Por cierto, la de Corcuera, tan contestada por la izquierda, símbolo de toda una generación que salió a la calle para denunciarla, fue apoyada de forma explícita, con sus votos incluso en el Congreso de Madrid, por el PNV, entonces visible con su lehendakari José Antonio Ardanza, por si no lo recuerdan, el Bertín Osborne de Urdaibai.
La de ahora, la Mordaza, ha sido criticada por el PSOE por eso que está en la oposición, como si no hubiera puesto, cuando ha tenido ocasión, el listón tan alto. No deja de ser una broma de muy muy mal gusto que el portavoz socialista en hablar de los derechos pisoteados por la Mordaza haya sido precisamente un antiguo ministro de Justicia, López Aguilar, imputado por violencia de género.
Tanto una como otra, la Corcuera como la Mordaza, han sido y son ampliaciones de una excepcionalidad vivida en Euskal Herria desde que tenemos uso de razón. Pero como apuntaba al comienzo, el fin justificaba los medios y unos y otros miraban hacia un lado, hasta la tortícolis más extrema. Como todo lo vasco era susceptible de ser ETA la conculcación de los derechos humanos estaba justificada.
En esa justificación hemos vivido en un estado de excepción permanente. Una excepcionalidad, no les voy a contar algo que no sepan, que ha ido reflejándose en las distintas modificaciones del código penal. Cada vez que llegaba una vuelta de tuerca, una contracción de los derechos civiles, la excusa podía ser cualquiera. La verdadera la conocíamos de sobra, atar a la disidencia vasca.
Valga como muestra de esta excepcionalidad vasca dos sucesos determinados en el tiempo por unos días, cercados en un escenario similar. En febrero de este año, la justicia italiana ha condenado a Francesco Schettino, capitán del crucero Costa Concordia que naufragó en enero de 2012, a 16 años de prisión, como culpable de un siniestro en el que murieron 32 personas.
Ese mismo mes era detenido en Roma el andoaindarra Carlos García Preciado. Llevaba huido quince años, tras haber sido condenado a 16 años de cárcel por el lanzamiento de un cóctel molotov a una entidad bancaria. No hubo heridos, únicamente daños materiales. Dieciséis años por atacar un banco en Andoain, dieciséis años por 32 homicidios.
La opinión pública italiana se preguntaba si el castigo a Schettino no era excesivo. La española en cambio, al menos sus medios de propagada, jaleaba la detención de García Preciado como si estuvieran asistiendo a un combate de boxeo.
La nueva Ley de Seguridad Ciudadana aprueba, dicen los expertos, las devoluciones en “caliente”. ¿Novedad? Ninguna. Desde 1986, más de 300 vascos fueron entregados por la policía francesa a la española (y otros 29 por la mexicana), en “caliente”, sin ningún tipo de intervención judicial.
La mayoría de estos entregados denunciaron torturas. Y lo que es más extraordinario en un estado de derecho (en este caso dos, España y Francia), cuando los entregados en “caliente” delataron ante un juez lo ilegal de su situación, un tribunal anuló el proceso. A posteriori. Pero para entonces, el implicado (vasco) ya había pasado por un cuartel policial o militar. Imaginen el resto.
La Ley Mordaza castigará, por lo que nos cuentan, las faltas de respeto a la autoridad representada en sus agentes, los escraches, las ocupaciones, las manifestaciones “ilegales”… Nada que no sepamos al norte del Ebro, al sur del Adur. Y seguirá amparando una impunidad legendaria, la de quienes ejecutan las normas de su perpetuación.
Para los que nacimos al mundo real en los estertores del franquismo, con ese uso de razón que se nos presuponía, el nombre de Periko Solabarria ya se había convertido en un icono. La generación anterior a la mía recogía el eco de los gudaris de la guerra, de los huelguistas anónimos y deportados en las protestas de 1951, del maquis del Irati y de las ikurriñas que colgaban en las catedrales.
La nuestra tuvo asimismo los suyos. Grabados en nuestra historia con pluma de cincelador. Telesforo Monzón, Joseba Elosegi, que surgían desde escenarios remotos con pie firme, Argala, Txabi Etxebarrieta, Jokin Gorostidi, Juanjo Etxabe… Otros también. Entre ellos, humilde, en la obra con casco, antes con sotana, siempre en la segunda línea de la imagen, como si se tratara de un papel secundario en una película, Periko Solabarria. Colocando signos a los sin nombre.
Contaba en cierta ocasión que trabajando en el Puente de Rontegi, recibió la visita de un patrón llegado de Madrid. Y ante las cámaras, el empresario se atusó el pelo, estiró la corbata y sacó pecho. “No es por usted”, le señaló un periodista, es por el obrero. El patrón debió pensar que la revolución le había pillado sin saberlo. Se lo aclararon ante su cara de estupor: “Este señor con casco y buzo es diputado en las Cortes de Madrid. El único que no trabaja en un despacho”.
Nos hemos acostumbrado a lo que debía ser excepción, a que los ricos lloren y a que los pobres se mueran de hambre, a que la injusticia se pierda entre las sombras y a que la justicia del dinero avance con solera por las portadas de los diarios. A que un camello, como diría Periko, entre por el ojo de una aguja. Y lo que es peor, a que los hombres y mujeres de verdad, la humanidad en su complejidad paradójicamente sencilla, se haya caído del abecedario.
Enlazando esta última afirmación, durante mucho tiempo, quizás toda una vida, me apodera un tremendo desasosiego. ¿Lograremos alguna vez rescatar la grandeza de los nuestros, de aquellos a los que la historia, a veces el futuro, cita únicamente a pie de página, los engulle en una cifra? Una obsesión que me persigue y que sólo resuelvo momentáneamente encadenando frases, narrando sus energías. Trazando líneas.
Para superar alguna letra de esa zozobra infinita, hace años escribí una novela que titulé “Gallarta”, sobre las condiciones de vida de los primeros mineros de Triano, tratados como bestias, hacinados en barracas de las que no podían salir sino para transformar unos vales en alimentos y, obviamente, para extraer el que los trabajadores llamaban “mineral rubio”, hierro en las diccionarios. Excelente, decían, para forjar el acero.
Consulté decenas de libros, viajé a los lugares ya abandonados, reconocí herramientas, luego expuestas en el museo que se abrió con posterioridad, recogí índices de mortalidad, esperanzas de vida, salté alambres oxidados y recorrí veredas absorbidas por el calendario. Armé un libro lleno de letras que intentó plasmar pasiones, luchas, injusticias y sentimientos de hombres y mujeres que dejaron un halo fugaz en nuestra historia.
Una mañana, Periko Solabarria me llamó, con timidez como lo hacía, y me invitó, de su mano, a echar una mirada al pasado. Al suyo y al de los que le precedieron. Para conocer, a través de sus gestos, de sus palabras, de sus zapatos, el entorno de sus padres, el suyo cuando nació. “Nos forjamos viviendo la vida, no en los libros”, me lanzó con una voz casi imperceptible.
Y me llevó a la casa donde germinó y se crió. Aún conserva, a modo de recuerdo, un número, el 23, en lo alto del rellano. Un tejado arreglado ahora, una puerta pintada de verde descamisado, una ventana por donde apenas entraba la luz. Una sola planta. Y me contó lo que yo había escrito, una familia numerosa, el padre en la mina, los inviernos largos, fríos sobre todo desde que se escondía el sol, un puchero en el fogón. Sin electricidad, sin agua.
“¿Ves, al otro lado de la ría?”, me dijo. “Allí viven los ricos. Pero antes todos estábamos en la margen izquierda. Llegó un momento que no nos soportaron en nuestra miseria. Se marcharon y edificaron villas lujosas y nosotros, cuando anochecía, veíamos desde lo alto, a lo lejos, las lucecitas de sus mansiones”.
En aquel atardecer, hermoso a pesar de los recuerdos, los últimos vecinos de aquellas casas enmohecidas por el olvido, se acercaron a saludar a Periko. Su acento los delataba. Habían llegado de lejos, un día perdido en el horizonte, en la ruta del hambre. Cabellos encanados, semblantes arrugados. Pero una memoria, como la del entorno, que sudaba en gotas de acero. Habían compartido con Periko y su familia, la miseria.
Una miseria que crea, a través de la lucha, lazos eternos. Algunos trajeron la evocación de su elección: “Cuando vi tu apuesta política no tuve dudas. Voté siempre, y lo seguiré haciendo, Herri Batasuna”. Aquella coalición que ayudó Periko Solabarria a crecer, desde el tajo a pesar de su acta de diputado, llevaba varios años ilegalizada.
Nos forjamos viviendo la vida, no en los libros. Fue una cura de humildad y la sensación de que “Gallarta”, la novela primeriza, la empezaba a rescribir entonces. Goethe apuntó en cierta ocasión que los escritores viven en dos mundos. Pero el mundo literario es una ilusión. La vida, comprendí después de la visita a la que me invitó Periko, es la academia. El resto, pura fantasía.
Participamos Periko y yo, junto a otras compañeras y compañeros, esa necesidad de un rescate que a veces nos da la impresión de que se eterniza y otras, en cambio, se acelera. A finales de 2009, después de tejer una tela complicada, dábamos las últimas puntadas de lo que estaba a punto de presentarse en sociedad: Euskal Memoria. La memoria de los nuestros.
Periko estaba ilusionado. Lo estábamos todos. Dos noches antes de la puesta en largo, la puerta de mi casa se vino abajo. La Policía se llevó a uno de mis hijos. Una redada contra la juventud rebelde. Debo reconocer que tuve alguna duda. La obligación, la presentación de un proyecto en el que habíamos puesto mucha ilusión colectivamente, o, por el contrario, la sangre, el corazón, el desgarro por el secuestro. Por la mañana me llamó Periko. “Ni se te ocurra aparecer por aquí (firmas, papeleo, presentaciones). Tu lugar está en Madrid, frente a la Audiencia Nacional, al lado de tu hijo”. El resto, de momento, era fantasía.
Cuando mi hijo salió de prisión, Euskal Memoria trotaba, nos había hecho Periko de cicerone también en Barakaldo. Volvimos con él a La Arboleda, a las minas del Carmen, a Gallarta… en una jornada memorable. Entre ellos, mi hijo y Periko, 60 años de distancia, tres generaciones. Y, sin embargo, uno y otro respiraban el mismo idioma, como si la tierra hubiera dejado de rotar.
Aquel día supe con certeza que Periko había roto fronteras, incluso alguna propia. Otros, seguramente, lo conocían antes. Yo lo supe entonces. Encerrado en una humildad asceta que contrasta sobremanera con el hedonismo de nuestra época, siempre se había negado a entrevistas, biografías, grabaciones. Fue cuestión de tiempo.
Por lo que sé, esa confianza en la juventud, en el futuro, en el recambio, abrieron las puertas a sus secretos que, en realidad, no existían. Su vida era un libro abierto, pero sin letras impresas. Sólo esa juventud rebelde lo lograría. Puso la primera sílaba y el resto se deslizó como el río hacia la mar. “Ez galdetu inoiz zer galdu genuen, itsaoa gara” que cantaba Eñaut Elorrieta.
Jóvenes, imputados como él, en ese teatro que ha tenido lugar en la Audiencia Nacional hace unas semanas, han compartido con Periko sus últimas confidencias. Las del compromiso. El futuro, como lo fue en mi época, en la del franquismo, en la de la de los padres de Periko, en la de tantos otros que ni siquiera recordamos, está en manos de esa generación que ya nos ha relevado y que un día, llenará de contenido esos sueños y esperanzas que han dado sentido a nuestras vidas. En especial y en particular a la de Periko Solabarria.
La reciente sentencia del Tribunal Supremo en el Sumario 35/2002 por la que 107 sedes sociales de una determinada corriente política (izquierda abertzale) van a ser confiscadas, recuerda que esta práctica ha tenido un largo recorrido en el sistema judicial español. Incautaciones, confiscaciones, embargo de bienes, expolios… han sido sinónimos de una práctica habitual sostenida en cuestiones estrictamente políticas.
En los últimos años, el expolio ha estado integrado en esa doctrina que los expertos dieron en llamar Código Penal del Enemigo, siguiendo las reflexiones del penalista alemán Günther Jakobs: “cabe anticipar potencialmente el comienzo del peligro”. El juez Garzón, en su auto de octubre de 2002, marcó la pauta de forma antológica: “Aunque ETA no existiera, ni tampoco la Kale Borroka, o ésta no se hubiera producido nunca, Batasuna constituye desde el punto jurídico-penal una asociación ilícita”.
En esta línea, la confiscación no sólo de bienes, sino también de documentación, archivos o la permanente espada de Damocles sobre el relato, obedece, al margen de lucro del receptor que se sobrentiende, a una motivación más cruel, la de borrar la memoria histórica del grupo, de la izquierda abertzale, sus raíces y, en consecuencia, el desarrollo de su futuro.
Una instrucción ya avanzada, entre otros, por Mikel Cabieces, precursor de Carlos Urquijo en el puesto de delegado de Gobierno y hoy patrono bancario en BBK, que en 2011 decía en El País: “Un final con vencedores y vencidos. La Constitución, el Estatuto y las leyes seguirán ahí”.
Y así, rechazo a la existencia política, al contexto, decomisos e incautaciones prolongan la ilegitimidad de toda una corriente ideológica cuya legalidad jurídica pende de la estrategia del Estado, desplegada, en esta ocasión, por jueces. Con la presión de los sectores más beligerantes. Como aquella editorial de El Correo: “Sería torpe y temerario que sólo con la condena del terror se les permitiera recuperar la legalidad”. Reflexión del diario de Vocento apenas hace diez años.
Hace muchos más, y con ello recupero esa tendencia que citaba, ese mismo El Correo (hoy sin el apelativo “español” de entonces), recibía en 1937, sin arrendamiento alguno por cierto, sede y rotativa del diario jeltzale Euzkadi, incautado o “robado” según denunciaron sus legítimos dueños.
Fue entonces, a partir de 1936, cuando las incautaciones, avaladas también por ordenamiento jurídico, abrieron la puerta a un expolio escandaloso. Si hoy, las bases jurídicas parten de la aplicación del Código Penal del Enemigo y su extensión por la interpretación de Garzón, con la inclusión en el apartado 127 del Código Penal español vigente, entonces fue el decreto 18/1936, del mismo día que los franquistas “reconquistaban” Donostia.
El texto no dejaba lugar a la duda: “Se declaran fuera de la Ley todos los partidos y agrupaciones políticas o sociales que han integrado el llamado Frente Popular y se decreta la incautación de cuantos bienes muebles, inmuebles, efectos y documentos pertenecieren a los referidos partidos o agrupaciones, pasando todos ellos a la propiedad del Estado”. Botín de guerra. Vencedores y vencidos.
No quiero zambullirme en la historia más lejana, pero sí haré una pequeña inmersión para justificar precisamente el título de este artículo. La incautación jurídica sustituyó al botín de guerra. Los bienes de quienes se opusieron a la conquista de Nafarroa y se refugiaron en la Sexta Merindad fueron embargados, los de los lapurtanos que deportados no entendieron la centralidad de la Revolución francesa, los de los carlistas que no aceptaron el Convenio de Bergara y huyeron a América, los de los judíos y resistentes vascos de Biarritz y Baiona gaseados en Auschwitz o Mauthausen. También sus familias fueron expoliadas. Y todo ello sobre una base jurídica.
En su inicio, el Gobierno de Franco estableció la Comisión sobre la Ilegitimidad de Poderes Actuantes, una junta franquista destinada a “demostrar la inmoralidad” de la República. Este organismo quedó completado con delegaciones de incautación provinciales que se establecieron, en el caso vasco, en las cuatro capitales, dependiendo de juzgados especiales.
Las incautaciones afectaron no sólo a bienes políticos o sindicales, sino también a particulares. En Araba, por ejemplo, la Comisión provincial encausó a 749 personas. En Gipuzkoa, 529 propietarios fueron despojados por completo de sus viviendas, terrenos o caseríos.
A los particulares les eran incautadas sus propiedades, estableciéndose en ellas nuevos inquilinos. El dinero aportado por los arrendados era enviado, por medio de un administrador que se quedaba con el tres por ciento por su labor, a la Comisión de Incautación de Bienes de cada provincia.
Esta fue la teoría jurídica, porque en la práctica las desviaciones que conocemos son sólo la punta del iceberg. Museos vascos de carácter público guardan en sus fondos obras requisadas entonces, así como particulares. A Telesforo Monzon le desvalijaron la Torre Olaso que sirvió para amueblar el Palacio de Aiete en el que veraneaba Franco. Cuando el dictador falleció, su viuda trasladó las propiedades de Monzón a su residencia en el Pazo de Meirás (A Coruña). Joyas y valores decomisados o aportados “voluntariamente” en Nafarroa fueron depositados en cajas de seguridad de la sucursal de un conocido banco de la Plaza del Castillo de Iruñea. Cuando se cumplieron 50 años del despojo, al comienzo de la llamada Transición, las cajas fueron vaciadas y su destino aún hoy desconocido.
A esta lista habría que añadir organizaciones culturales, ateneos o medios de comunicación. En Donostia, por ejemplo, la sede de Eusko Ikaskuntza fue ocupada por la delegación de la Banca Privada de Madrid. En Bilbo, la sede de ELA y de los diarios jeltzales Euzkadi, La Tarde y Excelsius, fueron incautadas, entre otras. En Iruñea, el Centro Vasco fue ocupado por Falange. La lista interminable.
La mayoría de las sedes de las formaciones políticas estaban hipotecadas en bancos o cajas de ahorro vascas, ya que, por lo general, habían sido adquiridas en época republicana, compradas con gran esfuerzo económico y popular. Las comisiones provinciales renegociaron, en cada caso, los cambios de titularidad y el pago de las cuotas con las cajas de ahorro y bancos vascos respectivos, que se implicaron en el expolio.
El principal beneficiario de la incautación fue el partido de Falange. De las 51 incautaciones a sedes centrales de partidos políticos y organizaciones sindicales de Bizkaia, 23 fueron a parar a Falange que estableció en los locales requisados las sedes de su organización y de sus subsidiarias como Flechas o Sección Femenina.
El último caso de expropiación fue el que afectó a la sede del Gobierno vasco de París, ubicado en el número 11 de la Avenue Marceau. Con la invasión alemana de París, la Gestapo y los servicios secretos españoles se hicieron cargo de la delegación vasca. En nombre de la embajada española, el funcionario Pedro Urraca. Precisamente, el 15 de octubre de 1947 Urraca fue condenado a muerte, en rebeldía, por un tribunal francés que lo acusó de espionaje en favor de la Alemania de Hitler. Con identidad falsa, Urraca fue enviado por Madrid a Bélgica en la década de 1960 para informar de los primeros refugiados de ETA.
En abril de 1951, la Corte de Apelación francesa daba la razón al Gobierno español franquista, apoyándose, entre otras, en la disposición de incautación promulgada por Franco el 13 de septiembre de 1936. Aquella sede fue, desde entonces, la Embajada española en París y en 2014 es patrimonio del Instituto Cervantes en la capital francesa.
Cierre en falso
El Gobierno español promovió en época reciente dos iniciativas para la devolución del patrimonio incautado tanto a sindicatos como a partidos políticos. La primera de las iniciativas se produjo bajo Gobierno de Felipe González, en 1986, y la segunda, en 1998, durante mandato de Aznar. Entre los sindicatos, UGT recibió la compensación de 431 locales y CNT de 46, 148 millones de euros en la segunda convocatoria para el sindicato socialista, frente a los 2,4 millones de euros para el anarquista. Entre los partidos, el mejor parado fue el PSOE, con casi 11 millones de euros, del total de 28 millones que ambos gobiernos repartieron entre todas las formaciones. La CNT presentó, en 2007, 5.191 expedientes de los que se desestimaron 4.652 y se admitieron 386. Reclamaba 10 millones de euros.
Sobre las devoluciones de lo incautado a particulares jamás hubo una vuelta atrás. Hubo alguna excepción, pero siempre bajo el paraguas del ordenamiento jurídico franquista. Los herederos de Ramón de la Sota tuvieron que pagar, en 1982, 62 millones de pesetas, resto de la multa impuesta en 1938, para poder litigar sobre parte de su patrimonio.
Algunas de las formaciones, sin embargo, ya hicieron público su disconformidad con los repartos acordados por los gobiernos. El PNV, por ejemplo, recuperó más de 9 millones de euros a través no ya de los acuerdos con el Ejecutivo central, sino por la vía judicial. El Supremo español le dio la razón en temas que el Gobierno le había denegado. No así al Gobierno vasco, cuya sede de París aún se encuentra en litigio.
En la misma tesitura, aunque con menor éxito, se encontraba ANV, que vio rechazadas la mayoría de sus reclamaciones y las llevó al Supremo que en abril de 2003 le dio la razón parcialmente y le negó la propiedad de 89 locales. En septiembre de 2008, cuando el Tribunal Supremo español declaró la ilegalización de ANV, dispuso que todos sus bienes, incluidos los recuperados de la época de la Segunda República, pasaran a disposición del erario público.
Hace ya muchos años, cuando murió el dictador Franco, dieron varios días de luto oficial, con el plus de fiesta laboral. Aprovechamos unos amigos el cierre de la oficina para ir al monte, al Pirineo. Nos ubicamos en un refugio de montaña, en Uztarrotze, cerca de Izaba. Como era habitual, nada anormal, tuvimos la visita de la Guardia Civil. Y nos reprendieron porque mi gorro -hacía ya mucho frío, estábamos a finales de noviembre- tenía los colores de la ikurriña.
La verdad era que lo había comprado en Italia, pero sus colores, rojo verde y blanco, efectivamente coincidían con los de la ikurriña. Tuvimos una pequeña discusión, en los límites que obviamente podía discurrir una de ese tipo. ¿Por qué no lleva los colores de la bandera andaluza?, me dijeron. Me quedé sin mi gorro italiano que, también tengo que admitirlo, portaba por su tonalidad que asemejaba a la de la bandera vasca.
Los ciudadanos vascos transportamos en nuestra imagen colectiva el efecto del pecado original, que dirían los católicos, o el del delito, que acuñan constantemente guardias, jueces o talibanes españoles que, por cierto, hay demasiados. Nos cuesta expresarnos con rotundidad, por temor a represalias. Siempre dando explicaciones.
En los aeropuertos de vuelta al Estado, ya puede haber una cola ágil, que cuando nos llega el turno, nuestra vecindad en alguna localidad vasca provoca, indefectiblemente, la ralentización. Comprobar datos, escanear nuevamente el pasaporte y, probablemente, alguna pregunta de rigor. Lo habitual.
Hace ahora ya nueve años sufrí en propias carnes, una experiencia que Alfonso Sastre hubiera calificado de “pintoresca, pero también grave”. Llevaba varios viajes de ida y vuelta en un corto espacio de tiempo, investigando la desaparición del delegado vasco Jesús Galíndez en 1956, y las oscuras grietas en la muerte del lehendakari José Antonio Agirre, en 1960.
Como ya fue de sobra conocido, fui detenido en Nueva York y posteriormente deportado a Madrid. Al día de hoy sigo sin saber las razones de aquella expulsión de por vida, que por cierto afecta también a mis familiares más cercanos, aunque intuyo, por detalles de los interrogatorios, que tenía que ver con los dos temas citados.
Lo sorprendente del caso reside en que algunas de las preguntas que me realizaron tenían que ver con otro “Iñaki Egaña”. Lo recordarán, el candidato a presidir el pasado año a los socialistas de Bizkaia, que finalmente no salió elegido. Ese Iñaki Egaña es el portavoz del PSOE en las Juntas de Bizkaia. Y eran preguntas sobre el socialismo, la visión mundial de la Internacional, etc. Entonces era presidente de EEUU George Bush Jr. Y ya sabemos que durante su mandato, la mayoría de la humanidad tenía cuernos y rabo.
Aquella experiencia, surrealista desde la distancia, me confirmó algo que sospechaba. Los vascos somos, todos al margen de nuestra adscripción o procedencia ideológica, sospechosos por el mero hecho de haber nacido o residir en esta tierra. Los que se escapan a esta interpretación lo son porque durante años han hecho un ejercicio sostenido de pleitesía que, incluso a veces, ni sirve.
Poco antes del inicio de la campaña electoral, el PP de Madrid arremetió contra Iñaki López, natural de Portugalete, por un programa en La Sexta. No sigo apenas la televisión, y tenía acotado a Iñaki López en programas de variedades, es decir sin ideología detallada, lo que a veces supone tendencia hacia la desideologización. Quizás me equivoque. Lo sorprendente es que el PP madrileño acusó a López de que “su condición de vasco influye en los contenidos del programa”. Una más.
Los días previos y posteriores a la final de la Copa de fútbol, nos han dejado un reguero de situaciones “pintorescas pero también graves”. La sonrisa de Aritz Aduriz cuando sonaba el himno español ( siempre está con ella en la boca) ha servido para que numerosas plumas lo hayan empalado. Contra alguna de ellas, he leído en algún medio, el Athletic ha presentado una querella criminal.
Hace cuatro temporadas, el jugador entonces de la Real, Antoine Griezmann, señaló la Ikurriña de su camiseta después de meter un gol al Getafe, en Madrid. Una celebración habitual con escudos, banderas, colores… excepto para vascos y sus equipos. El joven Griezmann recibió un sonoro abroncamiento que tuvo su eco en diversos medios. Pidió perdón públicamente y llegó a añadir “me he comportado como un niño”. Perdón, ¿por qué?
Mikel Landa, después de un Giro espectacular, subió al podio y cometió el “error”, de no quitarse su gorra de ciclista cuando sonaba el himno del estado del ganador de la carrera, el madrileño Alberto Contador. Mikel Landa es alavés, de Zuia. Vasco. Le han zurrado desde todas las esquinas de la Piel de Toro.
Apenas importa que Contador fuera desposeído por doping de la primera posición del Tour de 2010. Entonces señaló que había consumido un solomillo de vaca facilitado a su equipo por ¡un carnicero de Irun! Y que el solomillo de marras llevaba clembuterol (anabolizante). Puso el dedo en Javier Zabaleta, el carnicero vasco de Irun que tuvo que defenderse públicamente ante las acusaciones. El Tribunal de Arbitraje Deportivo le sancionó al ciclista con dos años, por dopaje y descartó la fábula del solomillo, que en realidad era de ternera. Contador reside desde 2013 en Lugano (Suiza). Dicen que en un paraíso fiscal, pero qué más da. Al parecer es un “buen español”.
Los ejemplos se multiplican entre los dedos que aporrean las teclas de mi ordenador. No hay espacio ni para una milésima parte. Les recomiendo el ya histórico “Mil y una coces contra la disidencia” (2003), donde encontrarán algunas de las perlas que guarda cada uno de nosotros. Refresca la memoria. Está libre de derechos, accesible en Internet.
No quiero abandonar este artículo sin añadir que a los vascos sospechosos, en general, se les añade otra suposición. La mayoría es de ETA. Abrumados de esperpentos, el director del diario madrileño de Vocento, un tal Bieito Rubido, llegó a decir que el socialista Eduardo Madina, víctima de ETA, “sentía un odio guerracivilista hacia el PP y simpatizaba con ETA”. Real. Búsquenlo en la hemeroteca de abril de 2013.
Un par de décadas antes, una periodista del diario El País puso el listón en lo más alto. Se representaba en el Teatro Arriaga de Bilbao una obra de Alfonso Sastre, “El viaje infinito de Sancho Panza”. En un momento de la obra, el actor principal declamó: “La trinidad de Gaeta os guíe, mi señor”. La redactora escribió que “La trinidad de ETA os guíe, mi señor”. Más adelante, en su crónica, continuaba, que las “alusiones a ETA y a sus presos aparecen en varios momentos de la obra”. Recordaba el pasado de Sastre y el presente de su compañera, Eva Forest, entonces senadora de Herri Batasuna. Para apuntar el objetivo: la pieza de Alfonso Sastre estaba subvencionada por la Sociedad Estatal Expo 92 y por el Tren de Alta Velocidad. Por lo visto, inversión en etarras.
La verdad era bien otra. Sancho Panza, tal y como aparece en “El Quijote”, narraba la “Trinidad de Gaeta”, un lugar que Cervantes ubicaba al norte de Nápoles (Italia) y era cuna de caballeros andantes. El daño estaba hecho, Gustavo Pérez Puig, el director, tuvo que remover cielo y tierra para desmontar la mentira. Pedro Ruiz, el actor principal y recitador de las frases que supuestamente hacían “apología del terrorismo”, tomó el micrófono en una sesión posterior en el mismo Arriaga para dejar clara su filiación, poniendo a caer de un burro a todo lo relacionado con la izquierda abertzale. El País tuvo que rectificar.
Pues eso. Toda la vida defendiéndonos por la condición de ser vascos. Escuchando barbaridades, sufriendo latigazos que no tienen ningún fundamento, más que el del acoso permanente. Vapuleos de todo tipo, como dijo Alfonso Sastre tras aquel absurdo del Arriaga, “pintorescos, pero también graves”.
Repensar la acción sindicada de la clase obrera, y por extensión de la trabajadora, es una reflexión que requiere actualizarse, espoleada en el Primer Mundo por los efectos de la crisis financiera que arrastró a los estados a rescatar a su sector bancario, equilibrando su balanza con la deflación del supuesto estado de bienestar. La crisis abrillantó las carencias de los sindicatos y aireó lo que ya era evidente: la participación de una gran parte de la representación de los trabajadores en el entramado del poder capitalista. Su legitimación.
Han pasado 25 años desde el ascenso al poder del tándem Thachter-Reagan, que tomó velocidad de crucero con la caída del Muro de Berlín y el final de la Guerra Fría. Una generación completa. Con todos los errores del autodenominado bloque socialista, sobre todo hacia el interior, el equilibrio se desbarató. Carta blanca.
El sindicalismo europeo decimonónico tuvo un carácter eminentemente ofensivo frente a las condiciones inhumanas y esclavistas que ofreció el capital desarrollado a partir de la Revolución Industrial. La tensión revolucionaria se mantuvo durante décadas hasta ¿cuándo? ¿Dónde está la frontera del paso de ofensivo a defensivo? Tengo la impresión de que la última propuesta global fue la de la semana de 35 horas. Al margen de centenares de experiencias sectoriales.
Como en el resto de Europa, en Euskal Herria, el sindicalismo histórico estuvo pegado a la acción política que cristalizaban los partidos. En ocasiones siguiendo el modelo leninista, el de la internacional socialista, el católico. Partidos políticos y sindicatos cruzaron sus propuestas y se contaminaron mutuamente. Tengo dificultades para establecer los límites de cada uno.
A la muerte de Franco o en esa época, sin embargo, el sindicalismo vasco se reinventó. Se articuló un sector nuevo, independentista y de clase, que hasta entonces no había tenido relevancia. Al contrario de lo que sucedió en los Paisos Catalanes, por ejemplo, donde el sindicalismo independentista y revolucionario apenas tuvo incidencia.
A pesar de la extraordinaria vitalidad del movimiento obrero de las décadas de 1960 y 1970, del asamblearismo e incluso la acción directa, la tendencia sindical fue equiparándose, como en otros aspectos de la vida político-social, a la europea: búsqueda de un espacio político-sindical definido, anclarse en él, y convertirse en referencia, a lo más en poder fáctico frente al poder. Es decir, capacidad de negociación.
Ese modelo sindical, con aciertos y errores, ha llegado hasta nuestros días con notables signos de agotamiento. En sus estructuras organizativas y operativas (federaciones). En la visibilidad social que ofrece a sus protestas (huelga o pancarta). Incluso en su función estratégica, a rebufo siempre de esa implacable ofensiva neoliberal que deja multitud de frentes abiertos y obliga a los sindicatos a una dinámica casi exclusivamente coyuntural. En su aspecto más negativo, sobre todo en los sindicatos constitucionalistas (españoles), el agotamiento se ha convertido en una perversión funcional. Uno ya no sabe si se trata de un sindicato, un fondo de inversiones o de una gestoría.
En el inicio de este agotamiento está sin duda la propia sociedad y la definición de sus clases. La clase obrera fue el motor sindical y, sin embargo, hoy el concepto se mezcla con el de clase trabajadora, incluso asalariada. El medio en el que surgieron los sindicatos históricos vascos sería irreconocible hoy en día, al igual que el de los nuevos (1960-1970) o el de la consolidación (1990). Las inercias conducen a errores. Hay que actualizar el sujeto.
Los sindicatos son la herramienta histórica de organización de los trabajadores con un puesto en una empresa o fábrica. El concepto del trabajo, por la misma reinvención capitalista y por su ofensiva neoliberal, ha cambiado radicalmente. En los últimos años, la sociedad vasca se ha terciarizado, ha perdido su carácter fabril y hoy, hombres y mujeres, forman parte por igual del mundo del trabajo.
Uno de cada cinco trabajadores potenciales está en paro. Más de 200.000 autónomos, trabajadores por cuenta propia, son sus propios patronos, al igual, al menos en la teoría, que decenas de miles de cooperativistas que poseen la propiedad de sus negocios. Un número indeterminado de trabajadores se escurre en la economía sumergida, mientras que otros tantos, migrantes en su mayoría, ni existen en las estadísticas.
En resumen, ¿estamos atascados en un modelo sindical que representa únicamente al 25% de la clase trabajadora en su sentido más amplio? Lo intuyo, pero científicamente lo desconozco. Por ello es tarea urgente un amplio y profundo estudio de nuestra sociedad, del mundo del trabajo, no del que anhelamos, sino del real. Y ya que necesitamos de audacia para salvar el futuro, como decía Danton, permítanme añadir que este estudio debería comenzar de cero, para evitar contaminaciones e inercias. Venimos de donde venimos, pero a los historiadores nos deberían enviar a un balneario para evitar eso de “cualquier tiempo pasado fue mejor”.
La segunda gran cuestión que me sugiere la reinvención del sindicalismo tiene que ver con los propios modelos de producción. Un tema complejo en el que es necesaria la implicación, hombro con hombro, de diferentes agentes sociales. Sabemos, lo conocemos en primera persona, cuáles son las tendencias: deterioro del empleo, feminización del paro y la marginalidad, trabajo doméstico, aparición de un sector de la clase trabajadora que apuesta por la competitividad y la promoción interna en la empresa, desideologización de los cuadros sindicales, etc. Cuestiones ligadas a la propia transformación de la sociedad a través del auge capitalista y sus consecuencias inmediatas: individualismo y consumismo.
Esta reinvención tiene que estar ligada al cambio. Un cambio que tiene que ser revolucionario. De lo contrario como decía aquella vieja canción de Sex Pistols, “no hay futuro para tí, no hay futuro para mí”. El sistema es insostenible. El proyecto económico capitalista está mostrando, asimismo, síntomas de agotamiento. Pero por su propia naturaleza jamás echará el freno. Stephen Hawking puso, incluso, fecha de caducidad al planeta.
Para que se me entienda. ¿Qué debemos hacer ante una hipotética y drástica reducción de puestos de trabajo en la factoría de Landaben (Volkswagen) en Iruñea? Conocemos a la perfección la cadena de los combustibles fósiles, transporte, viales… Vanguardia del desarrollismo más irreflexivo. En Bizkaia, son numerosas las empresas que generan excesos en dióxidos de azufre y nitrógeno, plomo… Zorroza y Erandio son paradigmas contaminantes. ¿Defenderíamos esos puestos en situaciones en crisis? Una gran paradoja.
El grupo corporativo Mondragón nos ha dado una gran lección, en sentido negativo, en el tema que planteo. Su crecimiento, a pesar de sus condicionantes originales, se realizó en términos netamente capitalistas, incluso con deslocalizaciones. En lo fundamental bajo dos premisas: abaratar costes (tanto de materias primas como de sueldos) y evitar leyes restrictivas, tanto con el medio ambiente, como con la fiscalidad. Y entrar, como señalaban, en la liga de los grandes donde los escrúpulos, lo sabemos todos, no existen. Aquellas medidas, no tan abiertamente expuestas como las he planteado pero a fin de cuentas todos somos adultos y conocemos el escenario, fueron aprobadas por las asambleas de cooperativistas, donde, a buen seguro, había afilados de los sindicatos constitucionalistas y vascos.
Sé que no voy a corriente, que el sindicalismo se ha enquistado, quizás no tenía otra alternativa, en la defensa del puesto de trabajo y en el enfrentamiento a reformas laborales y reivindicaciones sectoriales. Pero echo en falta un sindicalismo político. Radicalmente político. Porque quien domina ese mundo que eufemísticamente llamamos “político” es la economía. Y lo será mientras el capitalismo guíe nuestra existencia.
Todos los días mueren cientos, miles de hombres, mujeres y niños, sobre todo niños, como consecuencia de la especulación alimentaria, de la injusticia en el reparto, de la dinámica capitalista, de los resultados de la bolsa de Nueva York o de la de Bilbao. Todos los días, cada minuto, cada segundo.
Nos hemos acostumbrado a la muerte de los otros, muertes evitables, mirando a la luna, con la complacencia de que uno no elige donde nace, que Níger, Sudán o Bangladesh son pesadillas lejanas, objetivos caritativos, o de oenegés. Pero que nosotros estamos en otra. Que no despisten nuestra lucha, que ya tenemos nuestros cinturones de marginalidad, que la precariedad en el trabajo abarata los salarios. Que ya lo dijo Marx, que el lumpen no es revolucionario, ni consciente de su explotación. Incluso, el propio Marx acuñó el término proletario, los que no tienen más propiedad que su prole.
Inmersos en esa dinámica, reivindicamos un ámbito solidario, un planeta mejor, un cambio global, una alternativa al capitalismo… del mundo. Hasta las multinacionales lo hacen. Anuncios por doquier. Nos olvidamos, sin embargo, de lo que el periodista argentino Martín Caparrós llamó OtroMundo, cerca de mil millones de personas, tan humanos como nosotros en sus capacidades subjetivas, desaparecidos en ciernes, pobres de solemnidad, la famélica legión de la Internacional.
Seguimos con los viejos esquemas de la Revolución Industrial, del obrero de Glasgow, Chicago, Nairobi, Daca o La Arboleda. Esquemas válidos probablemente hace cien años o ciento cincuenta años. El margen de supervivencia era muy similar en los tenebrosos barrios londinenses descritos por Dickens que en las colonias africanas de la Europa victoriana. La esperanza de vida de un minero de Gallarta no pasaba de los 25 años, ni la de sus hijos, mal alimentados y, en consecuencia, sin expectaiva de crecimiento sano. La mortandad infantil, juvenil, era compañera cotidiana. La parca.
Había trabajo, en unas condiciones pésimas. Y había campos, terrenos ínfimos a veces. La economía de subsistencia era eso, precisamente. Supervivencia. Todo aquello concluyó. El mundo asistió a una de las revoluciones mayores, sino la mayor, de toda su historia. El planeta era incapaz de dar de comer a 500 millones de personas pero un siglo después era susceptible de alimentar a 5.000 millones de humanos. La Revolución Verde.
Pero la rapacidad, la injusticia, el negocio abortó la posibilidad de completar el ciclo. En lo que va de siglo decenas de millones de seres humanos han muerto sin lógica mientras Amancio Ortega o Carlos Slim ganan millones de euros al día, explotando a espuertas. Desde la crisis financiera de 2008, el planeta gastó 20 billones de euros para salvar a su sistema bancario. Para acabar con la miseria de una vez se necesitaría, lo dice la FAO, la décima parte, dos billones.
Un capitalismo que crea centro y periferia, ricos y pobres, y que difumina las culpas. Un gigantesco monstruo que hace desvanecer las responsabilidades, que no quiere saber que es eso del coltán necesario para los teléfonos móviles o esta etiqueta de camisetas reivindicativas, muy cañeras eso sí, con origen en Pakistán o Filipinas cuna de una explotación gigantesca.
Nos hacemos trampas a nosotros mismos, removemos la baraja una y otra vez para que finalmente salga la carta que deseamos. Y aunque organismos criminales como el Banco Mundial nos diga que el cinco por ciento más pobre de la Unión Europea tiene más ingresos promedio que el cinco por ciento más rico de cualquier país africano o la mayoría de los asiáticos, no acabamos de creerlo.
O sea que la inmensa mayoría de los africanos o cualquier otro país del OtroMundo sabe que si alcanza a la Unión Europea va a ser un poco más rico que si se queda en su país. Es decir, que la migración del siglo XXI, la que conocemos, la que nos llega, es la de quienes quieren dejar de ser pobres absolutos, para ser pobres relativos. Pobres en Europa que es como decir mejorar económicamente su situación. Para entendernos.
En esta disquisición de la que huimos, ya que conocemos nuestra responsabilidad en la construcción histórica y actual del mundo, lo único que nos importa es nuestro grado de tolerancia, el nivel que podemos aguantar de desigualdad. Pero no en el mundo, sino en casa, en Gasteiz o en Biarritz. Y engañarnos: que la miseria y el hambre de Niamey o Abuja es estructural, que los migrantes tienen costumbres excluyentes de género (que las tienen)…
Nos incomoda, sin embargo, que se mueran antes de tiempo, antes de esos límites marcados por una esperanza de vida europea que dobla a la africana. Sobre todo cuando tenemos la certeza de que no van a tener una segunda oportunidad, porque el paraíso cristiano o la yanna islámica son eso, fábulas. Nos hemos modernizado hasta en las creencias.
Nos incomoda que la casualidad agrupe cifras (tanto va el cántaro a la fuente). Nos incomoda porque el goteo acostumbra. No es lo mismo examinar en algún informe (que probablemente no lo leamos jamás), que un niño muere cada cinco minutos en Níger de una simple diarrea, absurda muerte en Europa, que recibir la imagen con una voz en off que recuerda cómo un millar de africanos se han ahogado cuando se acercaban a las costas italianas en un barco abarrotado.
Nos incomoda que sean 1.500 los ahogados en apenas una semana, intentando alcanzar la pobreza europea, pero apenas prestamos atención cuando nos dicen que en los últimos años ya son 25.000. Porque la cifra queda diluida en días, semanas, meses y la distancia afloja la emoción. Nuevamente excusas.
Una migración, por lo demás, espoleada por quienes dominan el mundo. Como el hambre. A los ricos les llegará fuerza barata para muchos trabajos que, por cierto, los locales nos negamos a realizar. Una mano de obra que, además, es susceptible de romper una solidaridad obrera ya resquebrajada en los últimos años.
Una migración que está reformulando también, sin que seamos capaces de percibirlo, todo el mundo laboral. Que ya lo hizo y lo sigue haciendo con la expansión de algunas de nuestras perlas nacionales, las cooperativas. Que se deslocalizaron precisamente para aprovechar la falta de esa legislación que reivindicamos en casa, con huelgas generales si hace falta.
Una crónica de ida y vuelta que va minando la organización obrera en Europa, que resquebraja la solidaridad y que augura, como está sucediendo estos días en Sudáfrica, un choque cultural, ideológico y nuevamente humano. Pensé que jamás lo vería. Pero ha sucedido: excluidos por el apartheid hasta hace unos años en Sudáfrica, expulsan en 2015 a sus hermanos de Zimbabwe que cruzan la frontera. Ni siquiera la pobreza se puede repartir.
Podríamos encontrar decenas de justificaciones, espacios para comprender la migración. Alguno llegaría a disculpar los muros de Melilla, de Grecia, quizás no tanto el de Cisjordania o la valla electrificada en Río Grande. No conozco coartadas a las agresiones de la Guardia Civil, a sus disparos con pelotas de goma a quienes nadaban en Ceuta. Hasta ahí parte de la escenificación social.
Pero no nos equivoquemos y envolvamos con retóricas místicas el sentido real de las migraciones contemporáneas, las que nos llegan. No es la pobreza, la mala repartición, la injusticia lo que les mueve. La causa principal es nuestra riqueza, aunque para muchos de nosotros sea relativa. Una riqueza, la nuestra, que sabemos perfectamente, lo es gracias al OtroMundo.
Y no vienen a saquearla, por cierto. Únicamente a compartirla. Desconozco, como dice la Internacional, si nos encontramos en la “lucha final”. Me siento, sin embargo, como apunta el estribillo de dicha canción, parte de ese “genero humano”. Una humanidad que Pablo Neruda también describió en ese poema sobre la migración, una de cuyas líneas he traido al título de este artículo como recuerdo de la tragedia.
Mi compañera dice que tengo buena memoria para los rencores. Quizás sea cierto. Los elogios me ponen en guardia, sobre todo cuando se refieren a quienes nos dejan recientemente. No pude menos que agrietarme el ánimo cuando oí a Rajoy alabar a Nelson Mandela en su muerte. Y nuevamente me revienta el entusiasmo leer algunos twits y noticias en esta semana de la desaparición física de dos referencias sociales y literarias de la última parte del siglo XX, Günter Grass y Eduardo Galeano. Será cosa de la edad.
Estreché la mano, por cortesía, de Günter Grass en 1999, cuando visitó el estand vasco en la feria del libro de Francfort. Ese año le acababan de dar el Nóbel de Literatura y unos días después el Príncipe de Asturias (hoy Princesa por complejo hispano), aprovechando el tirón mediático. Había leído la mayoría de sus libros. Le tomé una foto con nuestro escritor Anjel Lertxundi, entonces invitado. Una instantánea que luego perdí, o al menos no la he encontrado hasta hoy.
Andábamos peleando entonces con el PEN Club, la asociación mundial de escritores, que había llevado a la Feria su denuncia anual de autores encarcelados y represaliados. Teníamos unos cuantos escritores vascos en prisión o en el exilio y el ahora pretendidamente progre Baltasar Garzón estaba en las portadas por cerrar Egin. Diez años más tarde, los tribunales decidieron que el cierre había sido ilegal, pero Garzón y su soporte entonces, Aznar, ya se habían “atrevido”, como remarcó el entonces presidente español, a clausurar un medio de comunicación que no seguía la línea del régimen.
Mi colega Gari Berasaluze anduvo listo, como es habitual, y le entregó a Grass, aprovechando la ocasión, una versión recién traducida al alemán de uno de nuestros escritores represaliados, Joseba Sarrionandia. Le explicó someramente quién era. Creo que se trataba de “Ni ez naiz hemengoa”. No sé lo que hizo Günter Grass con aquel libro. Tampoco voy a especular. Pero un Nóbel siempre llama la atención.
A comienzos del siglo XXI, el grupo Prisa, fruto en parte de aquella sorpresiva transformación de falangistas en socialistas y hoy intervenido por fondos norteamericanos pero entonces con capital mayoritariamente español, tocó a corneta. Había una posibilidad de que el unionismo español fuera hegemónico, electoralmente, en Vascongadas. Para conseguirlo habían ilegalizado a la izquierda abertzale. Recordarán, Rosa Díez, Redondo Terreros, Mayor Oreja, Carlos Iturgaiz… Sólo nombrarlos suscita lo que los ingleses denominan “goose bumps” y los españoles llaman “piel de gallina”.
Se puso de moda eso de ser intelectual y apuntar a los vascos, tanto por arriba como por abajo, lo que debían hacer, cómo pensar, lo que nos incumbía votar. Salieron varios manifiestos contra el derecho de autodeterminación, a favor de la sacrosanta unidad de España, en defensa de la Constitución monárquica española… Incluso, en las elecciones municipales de 2003, un grupo de estos intelectuales de la cuadra Prisa pidió el voto para el PP-PSOE. Los vascos éramos unos racistas y teníamos una iglesia que no nos merecíamos, decían.
Entre los firmantes, Günter Grass, el hojalatero sin tambor. Español como el que más, a pesar o gracias, vaya usted a saber, de su nacimiento en Dánzig (hoy Gdansk), ciudad alemana, también polaca. Grass, Nobel de Literatura, decía que los españoles debían esconder sus costumbres en el País Vasco, tal era el nivel de terror. Compartía manifiesto con Paul Preston, Vargas Llosa… Avalaban la ilegalización de la izquierda abertzale, la invisibilidad para al menos 458 concejales de listas prohibidas a última hora.
Aquel manifiesto, como algunos de esa época, me dejó atónito. Semejante ejercicio de servilismo a una edad madura conmueve. Negativamente. Grass había reafirmado su antigüedad en las SS, cuando joven. Cuando al parecer no había otra oportunidad que seguir a Hitler. Reivindicaba su reconciliación con el pasado, al subirse a la socialdemocracia de Willy Brant, el padrino de Felipe González.
Todos estos años he tenido la sospecha del destino de aquel libro de Joseba Sarrionandia que Berasaluze regaló a Grass. Sobre todo a partir de su alineación con lo más predemocrático e involucionista del Estado español, Vargas Llosa and company, desde ese 2003. Pero ya he comentado unas líneas antes que no iba a especular.
A Eduardo Galeano le invitaron a participar en la caza al vasco. Declinó la invitación, al contrario que otros escritores latinoamericanos como Carlos Fuentes, Bryce Echenique o Carlos Monsivais, con los que, a mi pesar, había compartido horas de lectura. Bien por Galeano, pensé. Había logrado resistir la presión implacable de la casta cultural y política.
Enfin… Pero no todo es ayer. También existe un anteayer. Desperté de la inocencia infantil con Martin Luther King, me hice adolescente con Franz Kafka y George Orwell que tuvieron un impacto político en mi conciencia mayor que el que habrían ocasionado las obras completas de Lenin. ¡Cuántas veces recuerdo los vericuetos que debíamos recorrer para hacernos con un puñado de letras!
Crucé la barrera de la ingenuidad con “Las venas abiertas de América Latina”. De Eduardo Galeano. A principios de la década de 1970. Hace poco supe que uno de los últimos regalos de Hugo Chávez antes de su desaparición fue la donación de este libro a su enemigo secular, EEUU, representado en su presidente Barack Obama. Galeano fue rotundo cuando lo supo: “fue un gesto generoso, pero un poco cruel”. Obama no lo entenderá, añadió.
Conocí a Eduardo Galeano en las vísperas de aquel fastuoso e insultante V Centenario del que llamaron descubrimiento de América. Unas celebraciones que llegaban para apuntalar el papel de la Conquista a través de una ideología neocolonial. Un escándalo que la llamada izquierda socialista y comunista española empujó y gestionó para escarnio de la dignidad.
A partir de entonces he tenido la oportunidad de encontrarlo, en cercanía física, hecho irrelevante cuando se trata de un escritor, de compartir incluso algunos proyectos editoriales. Eduardo Galeano ha sido uno más en esa casa inmensa que forjamos poco a poco a nuestro alrededor, en ese escenario de lucha y compromiso que abrimos en el camino de la vida.
Hace unas semanas volvió el más joven de mis hijos de un viaje iniciático por Sudamérica, el estilo del que hizo en motocicleta el Ché Guevara. Las comparaciones son una pedantería. Únicamente refería el viaje, para su comprensión. Aunque mi hijo nos extrañó a su vuelta con una barba como la de aquel que la canción decía era argentino y cubano. Su libro de cabecera había sido el de las “Venas abiertas de América Latina”. Sentí un punto de orgullo, casi animal, por razones de continuidad sanguínea.
Otro de mis hijos, en esta ocasión el mayor, me envió un whatsapp instantes después de conocer la muerte de Galeano. Un whatsapp estremecido si es que esas herramientas son capaces, a pesar de su frialdad, de transmitir emociones. Leyó “Las venas abiertas” en prisión, y había recibido el impacto de las letras disparadas por Galeano como si se tratara de un chute de oxigeno, de esos que se han puesto de moda en las discotecas más excéntricas. Galeano le había abierto las puertas de un continente desde el fondo de una celda en Alcalá-Meco.
Volví a la evocación, a la transmisión, a ese inmenso tesoro que tenemos la especie humana de razonar, racionalizar y transmitir, consciente o inconscientemente, nuestra mochila a las generaciones posteriores. Volví a emocionarme por la lectura de mis hijos, como lo había hecho, ya hace cuarenta años, cuando Eduardo Galeano se presentó en mi casa y en la de los míos, con aquel acopio de ideas y razonamientos que conformaron y solidificaron mi espíritu.
Se han ido Günter Grass y Eduardo Galeano. El primero no me despertó jamás simpatías. Y Galeano, por razones obvias, ha sido uno más de nuestra casa, uno de los nuestros. Que la tierra le sea leve.
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