Amerria

Mi buen amigo Fernando Larruquert me estira de la oreja cada vez que escribo sobre la patria. No tanto por las evidentes tendencias tribales que, es cierto, no puedo ocultar, sino por la forma en la que utilizo el lenguaje. Patria tiene una raíz evidente, latina, relacionada con el pater. Y, entre nosotros, ya lo dijo Andrés Ortiz-Osés, el concepto tiene una matización tan enorme que la enmienda lo sería a la totalidad.
Por eso, el propio filósofo proponía que la patria vasca, Aberria, debería ser sustituida por la de Amerria, es decir, el pueblo de la madre, no del padre, que, por lo visto, es una incorporación romana a la estructura política europea. Entre los vascos originales, la importancia de la madre, de la mujer, es superior a la del hombre. En la historia, y sobre todo en la transmisión. En la transmisión del conocimiento, como nos dicen los antropólogos, pero también en la del sufrimiento que ha sido el estigma de multitud de generaciones.
Nos hemos pasado decenas de años bajo el paraguas de la Sección Femenina (“nosotras no podemos hacer nada más que interpretar mejor o peor lo que los hombres nos dan hecho”, decía con toda la desfachatez del mundo su secretaria, la Primo de Rivera). También al palio de aquellas graves soflamas de Queipo de Llano, general de generales, que animó a la chusma a la violación: “nuestros valientes legionarios y regulares han enseñado a las mujeres de los rojos que ahora, por fin, han conocido a hombres de verdad, y no castrados milicianos. Dar patadas y berrear no las salvará”. Es recurrente la vida, como la historia.
Hemos cubierto centenares de años haciendo seguimiento ciego a la iglesia católica y romana (tengo la impresión de que habría sido lo mismo con la metodista o la musulmana), que relegaba a la mujer a la cocina, a la procreación, a la que prohibía (y prohíbe incluso), por la impureza de su alma, ser sacerdote del Yaveh cristiano (Jaungoikoa). Hoy el mayor enemigo de la liberación de la mujer es ese poso reaccionario e histórico que han dejado las iglesias y sectas religiosas en las conciencias de los ciudadanos. Nos hemos asentado en la tradición retrógrada y la hemos revestido pictóricamente. Alardeando de ello (Hondarribia e Irún por encima del resto).
Sé que la amargura no tiene frontera, que como decía aquella serie televisiva, “los ricos también lloran”. A veces parece que el sufrimiento es sólo una reacción química porque me resulta increíble que un torturador, un violador, pueda ser capaz de generar ternura, de mostrar sentimientos más allá de los que sería capaz de destilar una ameba o un champiñón. Quizás sea eso, lo que los más avezados en psiquiatría nos presentan con algún reparo moral: somos productos puramente químicos. Aderezados, eso sí, con algunas gotas de sudor cultural.
Me resisto a creerlo.
Sin cruzar de trinchera, sin necesidad de saltar parapetos para que me inciten al lloro, he visto un sufrimiento inmenso entre los míos. En ese país in-llamado Amerria que surge todas las mañanas con el impulso de siglos. Ese país hecho y forjado por mujeres silenciosas, anónimas, gracias a las cuales llegamos donde llegamos, gracias a las cuales un día supimos de dónde veníamos y hacia adonde caminábamos. Mujeres de seda, de hierro, de paja, de lodo y de viento, surgidas de la nada para crear de la nada la tropa que somos.
Y me resisto a creer en lo “políticamente correcto” y completar el cupo de la igualdad lanzando esos nombres que los ignorantes expresamos cada vez que debemos rellenar el puzzle de la historia. Aventureras colonizadoras como Catalina Erauso, políticas de escuela como Dolores Ibarruri o Julia Álvarez Resano, mecenas regentes como Joana Albret, salvadoras del euskara como Elvira Zipitria o herboleras chamuscadas en la hoguera como Graciana Barrenetxea.
Me resisto porque las líneas torcidas de la historia ya les han dejado un hueco, pequeño sin duda, entre los párrafos repletos de nombres de hombres. O de hombres de nombres. Jamás atisbaremos la diferencia. Y aunque nunca seamos justos con ellas, aunque nos quede ese resquicio de mala conciencia, siempre subsistirá la referencia que la mayoría no tuvo. Esa pequeña nota en un libro olvidado, en una charla entre amigos, en un recuerdo ajado por la lluvia.
Y por eso quiero traer un soplo de justicia, probablemente pasajero, rescatando a dos mujeres de Cabanillas, la una madre, la otra su hija con apenas el uso de razón en su identificación. Dos mujeres que me rompieron el corazón con su tragedia y que condensan esa amargura centenaria que se ha apegado a los bosques y las orillas de nuestros arroyos, como si formaran parte inevitable del paisaje de Euskal Herria.
Para aquellos que vivimos en el occidente de nuestro país, Cabanillas es apenas un renglón exótico en la merindad de Tudela, desértico y agreste para quienes hemos crecido entre el asfalto y el cemento de la ciudad. Un poblado que hoy tiene exactamente los mismos habitantes que hace 70 años, cuando ocurrió esta historia que los voy a relatar. Poco menos de mil quinientos vecinos.
La muchacha se llamaba Simona y la madre Felisa. Simona Calleja y Felisa Aguado. La joven tenía 19 años. La edad perfecta, la vida desparramada, aliada de las huellas de senderos eternos, apegada al humo de la chimenea que escapaba hacia el infinito. Mujer, a pesar de todo, a pesar de nada. A pesar de la nada. Cúmulo de ilusiones, cesto de anhelos. ¿Quién a los 19 años no ha soñado que soñaba? ¿Quién a los 19 años no ha hecho anillos de amor, dibujos de generosidad?
De su madre Felisa se decía que era roja. Y cuando triunfaron los perros de la muerte, cuando los ricos que también lloran se hicieron con el futuro de todos nosotros, enviaron a los esbirros que detuvieron, maltrataron y hollaron a Felisa. La violaron y mataron. Tenía 64 años y, sobre todo, una hija desamparada, presa en la celda del alguacil de Cabanillas. ¡Pobre hija mía!
A Simona le cortaron el pelo al cero, y en esa noche en que su dolor se hacía insoportable, en esa noche en la que supo que ya no vería jamás a su madre, en esa maldita noche, deseó no haber nacido. Deseó, con todas sus fuerzas, no sentir, no sufrir. Deseó que el mundo no hubiera surgido más que en la imaginación de los niños, que no hubiera noticia de sus ríos, ni de sus montes, ni de sus pájaros, ni de sus colores. Nada somos, Simona, nada merecemos.
Oyó con pavor, cómo descorrían los cerrojos de su celda. Y, de inmediato, supo lo que iba a suceder. Una sarta de hijos sin madre, nacidos del vientre de un engendro, se abalanzó sobre ella. Olían a coñá, apestaban a tabaco. Sus obscenas manos la desnudaron, sus alientos nauseabundos le envenenaron sus entrañas. Respirar se le hizo tan difícil que vomitó. La violaron una y otra vez. Y gritó de irritación, de rabia, de impotencia, de delirio. Chilló con un grito desgarrador que emergió desde lo más profundo de su alma de mujer. Chilló con toda sus fuerzas, con el ímpetu de décadas de ignominias, de siglos de atropellos. Hasta perder el conocimiento.
Su grito lastimero recorrió Cabanillas como jamás antes habían percibido otro. Y ese grito fue su condena a muerte. Su denuncia intranquilizó a sus violadores que se convirtieron en verdugos. Asesinaron a Simona como horas antes lo habían hecho con su madre Felisa. Con la particularidad, terrible, que Simona jamás sería madre.
La historia de Simona es la historia de miles de mujeres, niñas algunas, adolescentes otras, que apenas dejaron huella en ese reguero que fluye inconsciente que es la vida. Sé que no hay remedio a la maldad. Sé que la vuelta atrás es cuestión únicamente literaria y que muchos hombres, mercenarios, violadores, torturadores, ricos que también lloran, han hecho de este mundo un lugar inhóspito para la mayoría.
Pero sé también que rescatando historias como la de Simona, recuperando el eco de su lamento, aportamos un granito de arena a la recuperación de las nuestras, de las protagonistas de Amerria y, en consecuencia, a la dignificación de nuestra lucha. Una lucha por la igualdad que, a pesar de lo que digan no ha hecho sino comenzar.

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