Pre-SOS

Hace unos pocos años suspiré en las antiguas mazmorras de Ezkaba, llenas de moho y humedad, oscuras como las guaridas de monstruos legendarios. Suspiré por un recuerdo pasado que me transportó el presente más punzante. Primero con unos mecheros y alguna cerilla y luego con una linterna de esas que guardamos en el coche para casos de emergencia, fueron aflorando, en los muros calcinados, viejos escritos, tablas de multiplicar y dividir, poesías, borrones, dibujos insinuantes, incluso códigos indescifrables.
En paredes bajo tierra, presos con tuberculosis procedentes de mil presidios lejanos, eran encerrados sin saber si habían descendido al último de los infiernos descrito por Dante o al más sofisticado y, nunca imaginado, centro de tortura del Ministerio de Gobernación. Con los pulmones cansados de la vida, la humedad los encharcaba hasta anunciar, con esputos colorados, la cercanía del fin.
Entonces, las frases se hacía más emotivas, el trazo del lapicero más sinuoso y la letra descendía, acogotada por el vértigo del final. Ahí, bajo la tierra tenebrosa construida un lejano día para defender la vieja Iruñea, los padres tenían un último recuerdo para sus hijos, inocentes aún, los jóvenes para sus amores más exclusivos, mientras una sensación, fría y electrizante, les atravesaba el espinazo moribundo.
Recorrí con emoción una a una las frases, sin entender muchas de ellas, guardadas en corazones olvidados. Frases de guerra y de paz, de tristeza y de alegría. De infortunio, casi todas. Pasé de una mazmorra a la otra, en silencio, con el sonido de las gotas que, dentro del presidio, hubieran hecho, en unos miles de años, el camino a las estalactitas. Esperando encontrar nuevas sensaciones, letras de corte diferente. Esperanza en la nada.
Aquellos días atisbé a comprender, aunque fuera en una mínima medida, el sentido de la cárcel, de la privación de libertad, de la soledad en la celda cuando se cierran los pestillos, de la enorme distancia a recorrer entre la puerta de entrada y la de salida, por mucho que ambas sean las dos caras de una misma moneda. “Las cuatro paredes de la celda que, sin remedio dan el mismo número” tal y como versó César Vallejo. Supe que no hay peor pesadilla.
Aquellos días escribí en mi cartilla de desengaños que cada minuto que pasa con uno de nuestros presos entre rejas es un minuto más a la suma de fracasos personales. Míos y de los míos. Aquellos días sentí la agonía de una madre en lo más hondo de mi alma. De esa alma que no existe pero que, de vez en cuando, palpita entre nuestros dedos nerviosos, en nuestro cerebro que siente o en nuestros tobillos de cristal. Nadie sufre como el que padece la lejanía.
Guardé las fotos de todas y cada una de las frases en el fondo de cuadros modernos, fotografías digitales. Oscuras a falta de focos, temblorosas por el recuerdo. Las descargué en mi ordenador portátil, el que me acompaña en la bolsa con libros y periódicos, bolígrafos y papeles en blanco. Las guardé también en el disco duro de la computadora familiar, junto a otras miles de fotografías que me acercan a mi país y a los que quiero.
Una noche, oscura y desgraciada como las de Ezkaba, entraron en casa los guardianes de los hambreadores y desempleadores, que diría Roque Dalton. Se llevaron a parte de la familia, lo que más duele, y esos ordenadores que guardaban los recuerdos de aquellos sin reconocimiento. Las fotos, entre centenares, de aquellas hileras de letras llegadas desde el más allá que escribieron, hace 70 años, los presos de Ezkaba.
Meses más tarde, como si alguien hubiera marcado la hora del juicio final, unas brochas anónimas, pagadas desde algún ministerio bélico, borraban las últimas señales de aquel libro de la vida y condenaban definitivamente a muerte a quienes guardábamos con tanto cariño entre nuestras pertenencias más íntimas. Las paredes de las mazmorras volvieron a ser blancas, como si una bomba de neutrones hubiera insuflado la vida a las piedras y la muerte a las flores.
Han pasado algunos años, decía, y de vez en cuando recuerdo algunas de aquellas frases. El tiempo, sin embargo, las va borrando, con su inexorable fuerza motriz, paciente, sin pausa. Una especie de desasosiego me embarga y me resisto a lo que parece inevitable. Una bruma envuelve el pasado y lo cubre con el manto del olvido. Me resisto.
Pero a veces sucumbo a la letra de Benito Lertxundi, de ese “herri neketsu hontan”, ese pueblo sufrido que ha recogido miles de afrentas como las padecidas por los presos de Ezkaba hace tantos años que mis nietos, cuando los tenga, no tendrán siquiera suelas en sus zapatos para transitar hacia atrás el camino recorrido. Los hijos y las hijas de la libertad son tantos que la deuda se hace enorme. ¿Cuántas décadas de libertad merecemos después de tantos siglos de transitar por veredas rodeadas por guardianes embozados?
La existencia de presos, vuelvo a repetir esa idea que machaconamente me asfixia, es consecuencia de un fracaso. El fracaso de quienes no estamos presos. Algunos amigos me dicen, en cambio, que no es así, exactamente. Por eso quiero encontrar razones a la sinrazón, colores alternativos al blanco y negro. Consuelo. No por mí, pellejo de pellejo, sino por tantos otros que irradian un brillo exclusivo.
“Nosotros saludamos a quien lucha por nosotros, a quien está preso por nosotros, a quien ha muerto por nosotros”, escribía Bartolomé Vanzetti. Letras impresas. Recuerdos más recientes. Cómo no inmortalizar a Josu Zabala, José Luis Cano, Gregorio Maritxalar, en el exterior, asesinados por pedir la abolición de la muerte en vida, la amnistía. A Joseba Asensio, Juan Karlos Alberdi, Mikel Zalakain… presos que nos dejaron, a los que las cuatro paredes de César Vallejo se les multiplicó hasta el infinito.
He hablado de estas cuestiones durante horas con un preso oiartzuarra recién salido de prisión, después de… 25 años. Me avergonzaba mirarle a la cara, contarle mis pequeñeces, incluso citarle las letras de mi nombre. Me abrasaba su memoria, su pasado, su futuro. Mi responsabilidad, nuestra responsabilidad. Todos somos presos de algo, de alguien. Pero unos y unas de todo. De todos.
Las frases desaparecidas de Ezkaba sobrevolaron por la conversación. No pude evitarlo. La unión con el exterior es lo que mantiene el corazón del preso vivo. El proyecto político. El zurrón de los antepasados, la convicción. Ideas deshilachadas. Algunas, demasiadas. Sentimientos, quizás. Puros sentimientos. ¿Y si nos pasan una brocha blanca sobre todo ello?
No quiero perderme en pensamientos retóricos. No puedo permitirme el lujo de vivir lo que otros no han podido hacer. No puedo recuperar los 25 años de mi amigo oiartzuarra. Ni los 15 o los 10 de otros colegas, ni siquiera los meses preventivos de tantos, las condenas interminables de quienes entraron en prisión el siglo pasado, de quienes ya estaban cercados por muros infranqueables cuando Nelson Mandela recobró la libertad, hace ya más de dos décadas.
No quiero justificar mis inseguridades, mis vacilaciones cuando hay amigos bajo rejas por haber luchado, precisamente, porque no hubiera rejas. Por pedir amnistía, por ayudar a escapar de las torturas, por abrir la puerta de su habitación a un clandestino. Por ser clandestino. No puedo lamentarme del lamento. Ni gritar en silencio. Ni siquiera justificar ausencias.
Leí hace poco unas letras, no como las de Ezkaba, tan cercanas y tan lejanas, que me dieron un impulso. Siempre detrás de la prueba. ¿El que necesitaba? ¡Quién sabe! Quizás el consuelo que buscaba. “La cuerda cortada puede volver a anudarse, vuelve a aguantar, pero está cortada”, decía Berltolt Brecht.
Volví a la prisión abandonada de San Cristóbal esa misma noche. Salte la verja, en medio de la oscuridad, evitando las luces de la ciudad que se extendían debajo. Sentí la humedad, como la sintieron 70 años atrás aquellos presos y, con un estilete y una linterna me propuse recuperar las frases que nos habían robado, la memoria de los nuestros.
No sé cómo fue, ni quien propagó la noticia. A las cinco de la madrugada éramos decenas, cientos probablemente, trabajando con paciencia en la recuperación de nuestra pared. Al amanecer, la mayoría de los grafitis habían vuelto a brillar. Un estilete, voluntad y determinación. Así de sencillo, para sacar a nuestros presos de esos presidios milenarios. Y quizás así afloje ese desasosiego que no me deja, en ocasiones, siquiera respirar.

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