CONFUNDIDOS CON VASCOS

A pesar de lo que digan los medios de comunicación, muchos de los vascos que han salido fuera de sus límites, a España sobre todo, se han encontrado en más de una ocasión en alguna situación apurada debido a su origen. Hace años, una encuesta realizada entre los españoles sobre fobias, señalaba que, tras los gitanos, los vascos eran los más odiados. Siglos de complejos, en ocasiones, y en otras fruto de un conflicto sin resolver en el que los más beligerantes veían peligrosos guerrilleros donde no había sino humo.
El recurso al “vasco malo” ha sido constante y no sólo desde ciertos sectores más o menos ultramontanos, sino también desde instituciones y, sobre todo, desde medios de comunicación. En cierta ocasión que un periodista, Martín Prieto, desapareció una noche después de una conquista amorosa a altas horas de la madrugada, la prensa se encargó de echar la culpa a ETA. En otra, la misma organización fue la causante de un pretendido secuestro de un concejal del PP, Bartolomé Rubia, alias Bartolín, que causo la hilaridad de unos y otros.
Las “confusiones” y “malos entendidos”, “lo nuestro son errores, lo de ellos crímenes”, como dijo el ministro del Interior español Martín Villa, tras los sucesos de Sanfermines en los que la Policía mató a Germán Rodríguez, no han dejado de sucederse una y otra vez, como si los tiempos no hubieran cambiado. En marzo de 2010, por ejemplo, cinco bomberos catalanes que hacían las compras en un supermercado francés, fueron grabados en una cámara de seguridad y el video difundido con el añadido que eran “peligrosos etarras”. El error fue subsanado un día después, pero aquellas imágenes que fueron proyectadas por todas las televisiones españolas, hubieran servido como escusa para cualquier actividad extrajudicial.
No tuvieron tanta suerte sin embargo, tres jóvenes santanderinos que en mayo de 1981 fueron detenidos por la Guardia Civil. Hoy, aquella tragedia es recordada en los libros de historia como “El Caso Almería”, cuando durante años había sido conocida como “El Crimen de Almería”. Un detalle más del velo que se corrió sobre el paradigma de lo que se puede calificar, sin tapujos, como “terrorismo de Estado”.
En los días previos a la muerte de los tres jóvenes santanderinos, se había gestado una campaña apoyada por les medios, que generaron el consiguiente clima social, de acoso a la disidencia vasca. En tres días se habían producido más de un centenar de detenciones, entre ellas la de 25 cargos electos de Herri Batasuna y la de los dirigentes abertzales Francisco Letamendia, Periko Solaberria, Jon Idigoras, Mikel Arizaleta, Joselu Cereceda y Karmel Etxeberria, tras una rueda de prensa denunciando la ofensiva represiva. Juan José Rosón era entornes el ministro español del Interior
Los sucesos tuvieron lugar en las cercanías de Rosetas del Mar (Almería). Tres jóvenes santanderinos, Juan Manas, Luis Cobo y Luis Montero, fueron detenidos en un control de la Guardia Civil. Iban en un coche alquilado, con matricula de Bilbao, suficiente por lo visto para que fueran tratados como animales. Torturados, fueron ejecutados a sangre fría y sus cuerpos introducidos en el mismo coche que viajaban, al que los guardias civiles dieron fuego y arrojaron a un barranco para eliminar toda clase de pruebas.
Once guardias civiles tomaron parte en el crimen. De ellos 8 jamás fueron juzgados y uno de ellos, el entonces cabo Guillermo Visiedo Beltrán, presente en los interrogatorios a los tres jóvenes, era en 2010 comandante de la Guardia Civil en el puerto de Almería. Otros tres fueron juzgados y expulsados del Cuerpo, tras ser declarados culpables, pero el Estado pagó sus jubilaciones con fondos reservados: Carlos Castillo Quero, Manuel Gómez Torres y Manuel Fernández Llanas. Ninguno de los tres jóvenes santanderinos fue reconocido como “víctima del terrorismo” y, en consecuencia, sus familias susceptibles de recibir una fuerte indemnización.
Sobre estos sucesos las autoridades de Interior jamás han desmentido aquella primera e increíble nota oficial, en la que se afirmaba que los jóvenes iban armados, indocumentados y perdieron la vida en accidente de circulación después de que los números dispararan a las ruedas de su coche. Juan José Rosón en comparecencia parlamentaria volvió a repetir la misma versión a pesar de que el parte de defunción oficial hablaba de fallecidos por herida de bala, y la prensa relató que “los cadáveres atrozmente calcinados, aparecen sin piernas y sin brazos, y tienen visibles orificios de bala en distintos puntos del tronco y del rostro”.
Darío Fernández, abogado de la acusación particular, puso el dedo en la llaga: “de haber sido los tres muertos etarras o delincuentes, un ministro del Interior no se asoma al Congreso de los Diputados… hubiera simplemente enseñado las otras cartas: los informes en los que constan que los viajeros del sur eran simples etarras, colaboradores de ETA o delincuentes, simplemente. Al principio ni se hicieron radiografías, ni se expusieron los cadáveres al público para un reconocimiento previo. Como se partía de la base de que eran terroristas, pues ¡hala! como esa gente no tiene padre, ni madre, ni nadie que los conozca, pues a la sepultura. Claro cuentan con la plataforma de que esto siempre ha sido así. Y el país se lo tiene que tragar”.
No fueron, sin embargo, los primeros. Tal y como recogieron en 2003 diversos medios al concederse al policía Melitón Manzanas la Gran Cruz de Reconocimiento Civil, la ciudadana venezolana Mercedes Ancheta, habría sido torturada por el citado agente y, como consecuencia del trato y tras pasar por el hospital donostiarra, moriría en una clínica de Caracas tras 45 días de agonía. El diario Nacional de Caracas apuntó que Ancheta había sido detenida por su ascendencia y apellido vasco.
En noviembre de 1972, tras un atentado contra el consulado francés en Zaragoza, cuya autoría atribuyó Gobernación erróneamente a ETA, un grupo de guardias civiles disparó en Castejón de Monegros (Huesca) contra un coche que le infundió sospechas. A consecuencia del ametrallamiento murió uno de los viajeros, el joven José Díaz Samaniego, vecino de Valencia. La nota del Gobierno Civil de Huesca reconocía que el fallecido no tenía relación con el atentado, pero machaba su nombre con un “al parecer podría ser un quinqui”.
En diciembre de 1973, Pedro Barrios, un joven de 19 años que se encontraba en las cercanías de la calle Claudio Cuello, de Madrid, donde había muerto Carrero Blanco en atentado de ETA, fue abatido por un policía. La versión oficial señalaba, primero, que había sido herido a causa de la explosión del coche del presidente. La segunda versión decía que había sido confundido con Iñaki Múgica Arregi, militante clandestino.
En mayo de 1975 dos ciudadanas alemanas fueron ametralladas en un control de la Policía Armada en las cercanías de Donostia. Una de ellas, Alexandra Lecket, falleció a consecuencia de las heridas, cinco días después. Como no había motivo, aunque fuera irreal, la versión oficial apuntó “la imprudencia de las turistas”.
Los tiempos, la muerte del dictador y el cambio de sistema político no fueron óbice para que las versiones se modificaran. En enero de 2000, tras un atentado de ETA en Madrid, un policía nacional, José González González, mataba a Carlos Sanz Ruiz. Las versiones se sucedieron una tras otra, pero lo cierto es que el joven Carlos Sanz, de 25 años, murió de un tiro en la espalda a quemarropa. La prensa se quedaría con la del Policía que “tropezó y se le disparó la pistola”
En noviembre de 2009, en la mayor redada policial en Euskal Herria en el siglo XXI, contra jóvenes independentistas, un coche camuflado de la Guardia Civil, que llevaba a una de las jóvenes vascas detenidas, atropelló y mató en el centro de Madrid a María del Carmen Moreno González, al perder el control del vehículo e invadir la acera. Los agentes intentaron escapar del lugar del atropello mortal, sin auxiliar a la moribunda, e incluso intentaron cambiar las placas de su vehículo. La casualidad hizo que una patrulla de la Policía Municipal se percibiera del suceso y, en consecuencia, se levantara un atestado. De lo contrario, jamás nos hubiéramos enterado.

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