Sangre Roja

En carta enviada a Louise Colet el 14 de diciembre de 1853, el escritor Gustave Flaubert decía: “La civilización no ha atrofiado mi instinto salvaje y, a pesar de la sangre de mis antepasados (antepasados que yo ignoro por completo y que, sin duda, eran personas muy honestas), creo que hay algo en mí del tártaro y del escita, del beduino, del piel roja. De lo que estoy seguro es de que tengo algo del monjeâ€.

Ciento cincuenta años después, esta afirmación de boca de un escritor resulta, como poco, sorprendente. El mismo Flaubert decía que el siglo XVIII mató el alma, y que el XIX mataría, probablemente, al hombre. El siglo XX mató, y esta ya es mi opinión particular, la creación. De hecho, los grandes negocios del mundo cultural están relacionados con la intermediación o la distribución. Un vendedor gana dos o tres veces más que un escritor o un pintor, al igual que el repartidor. Todas las facetas de la vida se miden de manera similar: millones de intermediarios vendiendo algo que ni existe.

Hoy la mayoría, al contrario de lo que apuntaba Flaubert, no tiene esos instintos salvajes que, a la postre, son los que empujan a los creadores a escribir, pintar, modelar, a probar, a fracasar o a atinar. Tenemos tantos temores al naufragio personal que apenas nos arriesgamos y, poco a poco, vamos entrando en una existencia cansina y aburrida. En la literatura, en el ensayo, en las tesis doctorales, en la vida política, esta constatación es asfixiantemente notoria. Vivimos en medio de la mediocridad que es este Primer Mundo en donde nuestras espaldas están bien cubiertas. Los autores y los protagonistas del presente, y en esto los vascos no somos excepción, se especializan en un tema cuando cumplen los veinte años y se mueren medio siglo más tarde escribiendo y conferenciando sobre lo mismo.

Bajo estas premisas, cada uno acota su terreno. ¡Ay de quien se atreva a pisárselo! Lo defenderá con uñas y dientes, como los animales hacen con su territorio. Así nos va. He leído a historiadores vascos contando el mismo pasaje de nuestro pasado en un libro, en un artículo de prensa, en una reseña de revista, en una conferencia. El susodicho ha hecho de ese fragmento histórico la razón de su vida, la respuesta a todas las preguntas que convulsionan a la humanidad desde el inicio de los tiempos. ¿Dónde está el instinto salvaje del que nos habla Flaubert o siquiera el de monje?

Son tiempos de vulgaridad, fruto de una sociedad que se mueve a toque de silbato, que lee aquello que le han indicado comprar, que consume marca y no producto y que sueña en clave plana, como el horizonte que se nos presenta un atardecer cualquiera desde una de las playas de nuestra costa. Por nuestras venas corre, en exclusiva, la sangre de una o dos referencias que han marcado nuestra existencia. Poco más. Ni pensamos, ni cuestionamos, ni dejamos que la imaginación sea el faro de nuestro tránsito cotidiano. Aquello que nos separó del tronco común que compartimos con los simios se está secando, como un abedul lo haría en un desierto.

Tengo la convicción que otro gallo cantaría si nuestros eritrocitos fueran, al modo de los de Flaubert, de ascendencia tártara, la hemoglobina de procedencia caribeña, los linfocitos de origen bantú, la histamina de naturaleza caucásica, los trombocitos de linaje gitano y la albúmina de cuna pirenaica. Estoy convencido que, en ese caso, la creación estaría a la orden del día y la producción sería, realmente, salvaje. Y si eso fuera así, el único color apropiado para presentar ese cosmos, ese nuevo capítulo, sería el rojo, porque como es bien sabido, púrpuras fueron los tonos de la pasión cuando existió.

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