De hombres y monos

La literatura judicial tendría su gracia si detrás de ella se escondieran relatos compilados para disfrute vacacional, cuando no tenemos más objetivo que pasar un rato agradable y desconectar de los fantasmas cotidianos. Desgraciadamente no es así. En su patio trasero se refugian cientos de años de condena, lo que convierte a diligencias y sentencias en trampas inhumanas, sin más fuste que aberraciones escandalosas. Ni pizca de gracia.
Con motivo de la preparación de la exposición sobre los años oscuros en la educación vasca, que estará presente en Donostia hasta mediados de marzo del año que viene, han caído en mis manos decenas de expedientes a cuál más estrambótico. Eran los años del franquismo, eufemismo del fascismo español, ese que parece no haber existido jamás. Durante el régimen anterior, como lo llaman los académicos de la historia, gentes de memoria frágil y erudición holgazana.
Me fijaré en uno de ellos, rescatado de un archivo militar, aunque conservando la discreción, omitiré los nombres, no así los lugares. Para los incrédulos, que siempre los hay, guardo el proceso completo, más de 600 páginas. Una perla accesible en alguna tertulia a la que accederé gustoso, sin más requerimiento que la identificación de mi interlocutor, por eso de mordazas y demás.
Corrían tiempos de esperanza en las tripas de la España devota de Frascuelo y de María, que diría Machado. Un maestro oriundo de Ibiza cayó, desconozco las razones, en Oñati, la patria chica de Lope de Agirre, el príncipe de la libertad le llamó Miguel Otero Silva, el demonio personificado según Reginaldo Lizarraga. Aquel maestro de provincias llegó a Oñati y, entre otras lecciones, enseñó que las especies proceden de un tronco común, que han evolucionado mediante un proceso de selección natural. La teoría de la evolución.
El fascismo, con ayuda local e internacional, volcó el sistema y se hizo con el estado de las cosas. Desertizó las ideas, ahogó la inteligencia y mostró su arrogancia desterrando la vida. Nuestro maestro insular vió llegar los vientos gélidos acongojado. Despidió a sus compañeros que marcharon al exilio, escondió sus libros en el arcón y esperó. Esperó su turno.
Un mal día, hombres vestidos de azul, como cantó Fermín Valencia, allanaron su casa. El maestro, al que no he puesto nombre pero tenía un apellido común, fue detenido y arrojado a la oscuridad de las mazmorras falangistas. Imputado por su temeridad, la educación era la madre de todas las desgracias según relataban los próceres de la dictadura, se preparó para el castigo.
Fue llevado a juicio y el fiscal, supuestamente abogado, es decir letrado y leído, avanzó su acusación. En las aulas de Oñati, en el corazón de las tinieblas, como si se tratara de la Katanga de Conrad, un maestro insignificante había dado pábulo a una estrambótica especulación: “que el hombre procede del mono”. Una teoría subversiva a todas luces, irreverente para quienes se proclamaban hijos predilectos del dios judío, para quienes la cita del palabrajo oxímoron que sugería “España un mal paraíso” les hacía instintivamente llevar la mano a la pistola.
La teoría de Darwin, “un tal Darlin” según el letrado fiscal, fue juzgada en un pueblo perdido a las faldas de Gogormendi, Boteritz y Arkaitz, susceptibles también de castigo por semejantes cacofonías separatistas. El juez, leído asimismo, consideraba una afrenta que los niños y niñas de Oñati, los que apenas juntaban letras de la lengua de Cervantes, acogieran, para más escarnio, semejantes ideas en sus mentes aún vírgenes. Así trabajaba el maligno.
Por la sala pasaron testigos de semejante infamia. El “tal Darlin” era un perfecto desconocido en tierra vascongada, pero varios padres de orden y falangistas rencorosos, no podían permitir que ese hombre nuevo que voceaban, sobre cadáveres y terror, procediera del mono. Años más tarde, cuando se aflojó la censura, un avispado comediante describía en la extinta revista “Hermano Lobo”, la máxima: “el hombre procederá del mono, pero el español jamás”.
Cerradas las diligencias, colmadas las audiencias, el fiscal, doctorado por unas horas en biología evolutiva, presentó sus conclusiones: pena de muerte para el maestro ibicenco. Se abrieron entonces los recursos, declaró el imputado y algún avispado adicto a la lógica aristotélica introdujo un elemento de duda. El “tal Darlin” estaba equivocado, pero la evolución era parte de ese ideario que se repartía en las escuelas del amanecer fascista. El hombre total, la raza suprema. Nuestro maestro transmisor de la evolución darvinista salvó la vida. Gracias a este matiz, fue condenado a dos años de prisión.
La literatura judicial, amparada y extendida por unos señores que terminaron sus estudios, concluyeron una carrera y opositaron para acceder a ser dioses en la tierra (repartiendo castigos y condicionando futuros) es una materia viva, tan viva que aún hoy forma parte de ese entramado legal, al que podría añadir la familiaridad, ya que he citado antes a Aristóteles, de “peripatética”. Hace unos años me tocó “demostrar” en la Audiencia Nacional que el término Euskal Herria no había sido inventado por ETA y cuando, después de comenzar por Etxepare iba ya por la época del prusiano Von Rhaden, que a principios del XIX marcaba el nombre de marras en uno de sus mapas sobre el territorio vasco, alcé la vista y pude comprobar que uno de los tres jueces dormitaba. Interés cero.
Durante años hemos leído, también nos ilustramos, decenas de sentencias amparadas en conclusiones literarias, de muy bajo nivel por cierto, a las que han dado el soporte de la legalidad. Hace bien poco, cuando algunos bertsolaris accedieron al macro-juicio 18/98 para aportar su testimonio, la sala se revolvió. Hasta que un iniciado en cuestiones de la rima supo ponerle acento: trovadores medievales salidos del túnel del tiempo.
He tenido la oportunidad, quizás por ello se me ha ido avinagrando el espíritu, de comprobar cómo hombres y mujeres, la mayoría de buena fe, fueron condenados por gritar “Gora España” en vez del consabido “Arriba España”, hicieron un comentario jocoso sobre la Rusia que ahora repite hasta la saciedad un comunicante televisivo que se mueve entre fogones, o pidieron perdón en euskara por pisar a su vecino en el tranvía.
He asistido personalmente a juicios en los que las pruebas de cargo se referían a camisetas con la efigie del Ché Guevara, que al parecer no era argentino y cubano como dice la canción, sino camarero en la herriko de Deustu. Donde, como el pasado año en París, el abogado de la acusación particular centraba sus conclusiones contra vascos en una conjura internacional comunista que se inició en tiempos inmediatamente posteriores a la muerte de Darwin (pronunciado adecuadamente, he de reconocerlo), que aún hoy continua.
La reivindicación del aborto como derecho ha sido una de las constantes que fiscales y jueces han introducido en el saco de demostraciones categóricas. Pegatinas, trabajos, carteles… han sido incautados y aportados como pruebas irrefutables de un supuesto complot rojo-separatista. No me estoy refiriendo a 1944, sino a 2014, el año en que descubrimos que de los 13.600 genes que tiene la mosca (Drosophila melanogaster), la mitad son similares a los de los humanos.
Algo parecido sucede con los simios y los humanos, a los que un “tal Darlin” acercó tanto como para provocar la preocupación de la incultura franquista judicial. Hoy, según nos cuenta “ABC”, el mismo diario que entonces daba pasto a los nazis del pensamiento, monos y sapiens compartimos el 98% del ADN. Dice el antropólogo Pablo Herreros, que en memoria, visual sobre todo, los chimpancés son más listos que los humanos. Sus capacidades están más desarrolladas.
Y a nosotros, con una memoria quebrantada por tanto lamedor, soplón del viejo estilo, mandarines según expresión recuperada por Gregorio Morán, nos queda el recurso de intentar alcanzar su estadio, el de los chimpancés, que, como estarán al corriente, no saben escribir. Ahí acogemos a nuestra memoria, y ahí seguiremos atizándola para, juntando letras, recordar cuánto nos han zurrado en el pasado y en el presente en nombre de una supuesta superioridad que, créanme, por más que la busco no la encuentro.