Euskal Herira now

Era una noche cerrada como pocas. Apenas percibía las marcas que delimitaban la carretera. Paré en un restop de la autopista saturado de máquinas y estancias cerradas a prueba de asaltadores nocturnos con síndrome de abstinencia. Un café bien cargado. Cuando reanudé la marcha, una lluvia fina golpeaba el cristal del automóvil mientras la niebla se deslizaba por los bordes del camino.
Eché mano a la música para hacer más llevadero el viaje. Los kilómetros fueron cruzando monótonos, cargados de indiferencia. Hasta que llegó una tonadilla que me llamó la atención, recitada por un cantautor caribeño. La había oído alguna otra vez, sin atención, la canción más hermosa del mundo. Demasiado pretencioso para un título, demasiado engreída para ser una canción. Saltó la siguiente y, entre el piano de Antxon Valverde, la letra de Xabier Lete y la voz de Mikel Laboa, olvidé la traza de aquella balada porque lo hermoso acudía en euskara.
Pude recostarme cerca de la cárcel y dormir unos minutos antes de que la claridad de una brumosa y húmeda mañana me sacudiera el semblante, sin estridencias, con la tranquilidad de, una vez más, haber llegado hasta las puertas del presidio. Sin percances. Me hubiera gustado amanecer a tu lado, sentir tu perfume diluido en tu respiración, intuir tu sueño profundo y acariciar tu piel incipiente de arrugas. Recordé por un momento a Mikel Urdangarin cuando cantaba aquello de “Zure bihotza nire neurrira nola egina dagoen”. Y me invadió ese desasosiego previo al encuentro que sólo con los años sabemos ocultar.
Unas horas más tarde, cuando recobraba en el último control carcelario mi pieza de identidad, el mundo parecía diferente. Sentirte vivo, a pesar de las rejas, era una sensación imposible de describir. La lluvia no era tan molesta, la carretera recobraba sus señales e, incluso, la música sonaba especial: “Cuando se aprende a llorar por algo también se aprende a defenderlo”, cantaba entonces Enrique Villarreal en aquella memorable canción. “Estás asustado, tu vida va en ello. Pero alguien debe tirar de gatillo”. Demasiadas verdades para mi conciencia.
Llegaba a casa, anocheciendo otra vez, cuando aquella canción más hermosa del mundo recobró su melodía y, a través del aparato, volvió al aire cerrado del automóvil. Entonces, pensé, liberado del desvelo, de tu cercanía imposible y de tu respiración lejana, que un día, también tu y yo, vosotros y nosotros, escribiríamos la letra de la canción más bonita del mundo. Una canción cargada de símbolos, de recuerdos y de afecto hacia tantas y tantos que nunca llegaría con el lápiz a completar los nombres de una lista interminable.
Una canción que contara tus años de clandestinidad, de miedos y de incertidumbres, encubierto en la oscuridad de las sombras gigantescas de un enemigo del mismo tamaño. Guardando semblanzas para el futuro y alimentando a miles de compatriotas sin rostro que respiraban sus esperanzas y amores gracias a tu elección. A una elección que te llevó lejos de casa, pero no de los tuyos.
“Uno no siempre hace lo que quiere, pero tiene el derecho de no hacer lo que no quiere”, recitaba Mario Benedetti y por eso nuestra canción debería llenar las ausencias que te enviaron a la trinchera. Sí, a pesar de ser hermosa, necesitará perpetuar a los necios, a los traidores que dejaron nuestra tierra en manos de renegados: “Sólo el valor de unos cuantos les opuso resistencia y al mirar correr la sangre se llenaron de vergüenza”, cantaba Gabino Palomares.
Esa canción que nos recordará a los barbudos mezclados con los pulcramente afeitados abandonando la isla de Yeu, a aquellos pioneros y tenebrosos que marcaban la puerta con un palillo para notar presencias, como en las novelas de Graham Greene, a aquellas mujeres que sin tiempo a quitarse su buzo azul y salitroso, esperaron de noche la salida de Fran y su muerte anunciada, poco después, acorralado como una pieza de caza.
Una canción sin horas, sin días, sin años. Sin nada más que tus sentimientos y los nuestros. Llena de colores otoñales y primaverales. ¿Quién es capaz de discernir la grandeza de un momento sobre la intrascendencia del otro? Yo ni siquiera me atrevo a citarlos porque todos ellos están cargados con tu mirada nerviosa, tu infancia irrepetible y tu juventud de ansias extraordinarias. ¿Dónde está la diferencia?
Nuestra canción más hermosa recordará a tus hijos y a tus nietos, los que nacieron y los que no pudieron hacerlo, tus equipos de fútbol y los pupitres de la escuela. Los maestros que te enseñaron las vocales y aquellos que jamás se enteraron de que también había consonantes. Los coches azules y los blancos, las fiestas de aquella santa martirizada, los bolígrafos sin funda, los cuadernos de anillas y los baños en el recodo de un riachuelo helado. Y también las pistolas sin cartuchera.
Recordará los atajos y los cruces de caminos, la nevada que nos dejó atrapados en aquella chabola. El primer suspiro y el primer beso. El último poema de amor y las cuentas del taller. El jersey perdido en la taberna más allá de la fuente y el hedor a naftalina del traje carnavalero. Aquellas sábanas preñadas de sudor y el aroma del Té en el harem de Arquímedes, la película en la que te dormiste mientras me esperabas. Recordará todos nuestros amigos y ni uno sólo de nuestros enemigos. Y también las citas escritas al revés.
La segunda estrofa deletreará a los que hicieron ser cómo somos, a Dolores, Jesús, Txabi, Maddi, Cándido, Maravillas, Eustakio, Maite, Telesforo, Isaac, Mertxe, Félix, Olaia, Jon… cuya textura aún es notoria entre nosotros. ¡Qué importan sus apellidos! Sabemos como fueron y reinventaremos sus sueños. Garabatearemos sus nombres en la arena, mientras los niños juegan a hacer castillos en el agua y las gaviotas chapotean en la orilla.
Una canción llena de esa ternura que alimenta tu ánimo. No hace falta que me digas cuándo estás mejor o cuando peor. Lo sé, y como tu lo escondo entre mi ropaje, como si estuviéramos forjados de ese hierro que levantó nuestro país contra impostores y patronos. “Yo no tengo otro oficio,
después del callado de amarte, que este oficio de lágrimas, duro
que tú me dejaste”, decía Gabriela Mistral. Ese oficio es el nuestro. Y lo alzamos con orgullo.
Pero no quiero parecer triste porque quiero dictar la canción más hermosa. Ésa que llevamos esperando tanto tiempo. Porque si no hay tristeza no hay alegría, si no hay muerte no hay vida, si no hay decepción no hay esperanza, sin apatía no existirían los sueños. Y sé que no te puedo mentir y que, en estos años, en estos siglos de sombras entre la incertidumbre, cada mañana era una excusa para volverte a recuperar. Para soñar en ti. Para imaginar un futuro repleto de tu presencia, no ficticia, sino real.
Para dejar de esperar.
Por todo ello, y por lo que se me ha olvidado en los bordes del tintero, voy a escribir esa pretenciosa canción más hermosa. No va a completarse con sones caribeños, ni con marchas militares, ni con sintonías pastosas. Ni va a ser, por supuesto, la más hermosa del mundo. Me basta con que sea la más bonita de nuestra casa, de nuestro barrio, de nuestro pueblo, aunque semejante pretensión sea un pecado de vanidad.
Quiero escribirla para cuando llegues a casa, endulzarla con nuestras lágrimas y sonrisas. Para amanecer a tu lado, sentir tu perfume licuado en tu respiración, intuir tu sueño profundo y acariciar tu piel incipiente de arrugas. Y, juntos, volver a pasear por aquellas alamedas que un día juramos levantar para que nuestras hijas y nuestros hijos, sus amigos y los nuestros, pudieran respirar ese aire de libertad que a nosotros, y a ti en especial, nos hurtaron. Entonces, habremos concluido la última estrofa de esa canción tan hermosa y habré conocido, por fin, los detalles de tu sueño.