DONDE EL MAR DESBARATA SUS RELOJES

Todos los días mueren cientos, miles de hombres, mujeres y niños, sobre todo niños, como consecuencia de la especulación alimentaria, de la injusticia en el reparto, de la dinámica capitalista, de los resultados de la bolsa de Nueva York o de la de Bilbao. Todos los días, cada minuto, cada segundo.
Nos hemos acostumbrado a la muerte de los otros, muertes evitables, mirando a la luna, con la complacencia de que uno no elige donde nace, que Níger, Sudán o Bangladesh son pesadillas lejanas, objetivos caritativos, o de oenegés. Pero que nosotros estamos en otra. Que no despisten nuestra lucha, que ya tenemos nuestros cinturones de marginalidad, que la precariedad en el trabajo abarata los salarios. Que ya lo dijo Marx, que el lumpen no es revolucionario, ni consciente de su explotación. Incluso, el propio Marx acuñó el término proletario, los que no tienen más propiedad que su prole.
Inmersos en esa dinámica, reivindicamos un ámbito solidario, un planeta mejor, un cambio global, una alternativa al capitalismo… del mundo. Hasta las multinacionales lo hacen. Anuncios por doquier. Nos olvidamos, sin embargo, de lo que el periodista argentino Martín Caparrós llamó OtroMundo, cerca de mil millones de personas, tan humanos como nosotros en sus capacidades subjetivas, desaparecidos en ciernes, pobres de solemnidad, la famélica legión de la Internacional.
Seguimos con los viejos esquemas de la Revolución Industrial, del obrero de Glasgow, Chicago, Nairobi, Daca o La Arboleda. Esquemas válidos probablemente hace cien años o ciento cincuenta años. El margen de supervivencia era muy similar en los tenebrosos barrios londinenses descritos por Dickens que en las colonias africanas de la Europa victoriana. La esperanza de vida de un minero de Gallarta no pasaba de los 25 años, ni la de sus hijos, mal alimentados y, en consecuencia, sin expectaiva de crecimiento sano. La mortandad infantil, juvenil, era compañera cotidiana. La parca.
Había trabajo, en unas condiciones pésimas. Y había campos, terrenos ínfimos a veces. La economía de subsistencia era eso, precisamente. Supervivencia. Todo aquello concluyó. El mundo asistió a una de las revoluciones mayores, sino la mayor, de toda su historia. El planeta era incapaz de dar de comer a 500 millones de personas pero un siglo después era susceptible de alimentar a 5.000 millones de humanos. La Revolución Verde.
Pero la rapacidad, la injusticia, el negocio abortó la posibilidad de completar el ciclo. En lo que va de siglo decenas de millones de seres humanos han muerto sin lógica mientras Amancio Ortega o Carlos Slim ganan millones de euros al día, explotando a espuertas. Desde la crisis financiera de 2008, el planeta gastó 20 billones de euros para salvar a su sistema bancario. Para acabar con la miseria de una vez se necesitaría, lo dice la FAO, la décima parte, dos billones.
Un capitalismo que crea centro y periferia, ricos y pobres, y que difumina las culpas. Un gigantesco monstruo que hace desvanecer las responsabilidades, que no quiere saber que es eso del coltán necesario para los teléfonos móviles o esta etiqueta de camisetas reivindicativas, muy cañeras eso sí, con origen en Pakistán o Filipinas cuna de una explotación gigantesca.
Nos hacemos trampas a nosotros mismos, removemos la baraja una y otra vez para que finalmente salga la carta que deseamos. Y aunque organismos criminales como el Banco Mundial nos diga que el cinco por ciento más pobre de la Unión Europea tiene más ingresos promedio que el cinco por ciento más rico de cualquier país africano o la mayoría de los asiáticos, no acabamos de creerlo.
O sea que la inmensa mayoría de los africanos o cualquier otro país del OtroMundo sabe que si alcanza a la Unión Europea va a ser un poco más rico que si se queda en su país. Es decir, que la migración del siglo XXI, la que conocemos, la que nos llega, es la de quienes quieren dejar de ser pobres absolutos, para ser pobres relativos. Pobres en Europa que es como decir mejorar económicamente su situación. Para entendernos.
En esta disquisición de la que huimos, ya que conocemos nuestra responsabilidad en la construcción histórica y actual del mundo, lo único que nos importa es nuestro grado de tolerancia, el nivel que podemos aguantar de desigualdad. Pero no en el mundo, sino en casa, en Gasteiz o en Biarritz. Y engañarnos: que la miseria y el hambre de Niamey o Abuja es estructural, que los migrantes tienen costumbres excluyentes de género (que las tienen)…
Nos incomoda, sin embargo, que se mueran antes de tiempo, antes de esos límites marcados por una esperanza de vida europea que dobla a la africana. Sobre todo cuando tenemos la certeza de que no van a tener una segunda oportunidad, porque el paraíso cristiano o la yanna islámica son eso, fábulas. Nos hemos modernizado hasta en las creencias.
Nos incomoda que la casualidad agrupe cifras (tanto va el cántaro a la fuente). Nos incomoda porque el goteo acostumbra. No es lo mismo examinar en algún informe (que probablemente no lo leamos jamás), que un niño muere cada cinco minutos en Níger de una simple diarrea, absurda muerte en Europa, que recibir la imagen con una voz en off que recuerda cómo un millar de africanos se han ahogado cuando se acercaban a las costas italianas en un barco abarrotado.
Nos incomoda que sean 1.500 los ahogados en apenas una semana, intentando alcanzar la pobreza europea, pero apenas prestamos atención cuando nos dicen que en los últimos años ya son 25.000. Porque la cifra queda diluida en días, semanas, meses y la distancia afloja la emoción. Nuevamente excusas.
Una migración, por lo demás, espoleada por quienes dominan el mundo. Como el hambre. A los ricos les llegará fuerza barata para muchos trabajos que, por cierto, los locales nos negamos a realizar. Una mano de obra que, además, es susceptible de romper una solidaridad obrera ya resquebrajada en los últimos años.
Una migración que está reformulando también, sin que seamos capaces de percibirlo, todo el mundo laboral. Que ya lo hizo y lo sigue haciendo con la expansión de algunas de nuestras perlas nacionales, las cooperativas. Que se deslocalizaron precisamente para aprovechar la falta de esa legislación que reivindicamos en casa, con huelgas generales si hace falta.
Una crónica de ida y vuelta que va minando la organización obrera en Europa, que resquebraja la solidaridad y que augura, como está sucediendo estos días en Sudáfrica, un choque cultural, ideológico y nuevamente humano. Pensé que jamás lo vería. Pero ha sucedido: excluidos por el apartheid hasta hace unos años en Sudáfrica, expulsan en 2015 a sus hermanos de Zimbabwe que cruzan la frontera. Ni siquiera la pobreza se puede repartir.
Podríamos encontrar decenas de justificaciones, espacios para comprender la migración. Alguno llegaría a disculpar los muros de Melilla, de Grecia, quizás no tanto el de Cisjordania o la valla electrificada en Río Grande. No conozco coartadas a las agresiones de la Guardia Civil, a sus disparos con pelotas de goma a quienes nadaban en Ceuta. Hasta ahí parte de la escenificación social.
Pero no nos equivoquemos y envolvamos con retóricas místicas el sentido real de las migraciones contemporáneas, las que nos llegan. No es la pobreza, la mala repartición, la injusticia lo que les mueve. La causa principal es nuestra riqueza, aunque para muchos de nosotros sea relativa. Una riqueza, la nuestra, que sabemos perfectamente, lo es gracias al OtroMundo.
Y no vienen a saquearla, por cierto. Únicamente a compartirla. Desconozco, como dice la Internacional, si nos encontramos en la “lucha final”. Me siento, sin embargo, como apunta el estribillo de dicha canción, parte de ese “genero humano”. Una humanidad que Pablo Neruda también describió en ese poema sobre la migración, una de cuyas líneas he traido al título de este artículo como recuerdo de la tragedia.

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