Ciro Bayo Segurola

Se puso de moda lo de la generación del 98, por eso del centenario, y aún colea. Ahí están algunos de los nombres que han dado título a conferencias y exposiciones. Y, como suele pasar en estos casos, otros de esos que una vez fueron encuadrados en la generación han sido engullidos. No existen y, sin embargo, existieron. Me acuerdo de uno de estos últimos: Ciro Bayo Segurola, hijo natural de un banquero vasco y de una dama pasaitarra quien, casada luego con un toledano, dio el apellido a su hijo.

Ciro fue un personaje díscolo y aventurero, incómodo y errabundo. Dejó escritas una treintena de libros que, hoy, son rareza bibliográfica. En algunos lugares ha sido recordado porque escribió un Vocabulario criollo-español y, por ello, los lingüistas reconocen su nombre. De él dijo Pío Baroja que “era un solitario que no necesitaba de nadie”. Se cuenta la anécdota que siempre evitó ser retratado y que, cuando la enciclopedia Espasa le pidió una fotografía suya para ilustrar su semblanza, envió un retrato de su padre.

Nacido en 1859, a los dieciséis años se alistó en una partida carlista. Fue hecho prisionero y encarcelado en Mahón, experiencia que cuenta en Con Dorregaray. En 1885 inició un interminable viaje por Francia, Alemania e Italia, recalando cuatro años después en Argentina y escribiendo de continuo, aunque no vio ningún trabajo suyo publicado hasta 1910. En Tapalqué sobrevivió en una escuela “desasnando hijos de gauchos”. Viajó por Argentina y Bolivia en caballo, dando clases y escribiendo, viviendo en la bohemia que es miseria. Baroja le llamó “el Humbolt de los colegios de primera enseñanza”. Volvió un día a Madrid, en donde en 1927 ingresó en un internado para desvalidos del Instituto Cervantes. Ciego por la diabetes, murió en 1939.

El periodista argentino Gregorio Caro Figueroa decía que Ciro “perteneció a la raza de Lope de Aguirre y de la mítica Monja Alférez”. Ricardo Baroja se acordó de él en Gente del 98, hace ya casi cincuenta años cuando los aniversarios aún estaban lejos. Alguien más lo ha hecho recientemente, de pasada. El mismo Ciro Bayo Segurola reconocía en el prólogo de su libro El peregrino en Indias (1911): “No puedo echar raíces en ninguna parte”.

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