El Censor

Joan Mari Torrealdai es el experto en trabajos referidos a la censura franquista. Recominedo vivamente aquel que le publicó una entidad bancaria y que he releido hace un par de semanas, mientras estaba precisamente en un archivo que guarda todos los secretos de la censura de los tiempos del dictador. No voy a continuar, sin embargo, con el trabajo de uno de nuestros mejores y más prolíficos autores, pero sí quiero utilizar la excusa de la censura para buscar una alusión que se pierde hace doscientos años. La censura franquista, más cercana, fue el refuerzo del régimen para asentar sus bases ideológicas y políticas… una historia demasiado truculenta y extensa para estas líneas

 

En cambio, el término censura, incorpora en sus sinónimos los conceptos de sátira, burla e, incluso crítica. La crónica de este siglo, marcada por reinados, dictaduras y demás, al menos en la Euskal Herria peninsular, nos ha dejado un término más estricto que no fue siempre el mismo. En 1781, dos abogados madrileños editaron un periódico al que llamaron El censor. Se publicó durante seis años, con tres interrupciones debidas a cierres gubernamentales.

 

El censor, un diario satírico al estilo de otros del siglo XVIII como el inglés The Spectator, el español El pensador, o el más reciente La codorniz, provocó pánico en la intelectualidad. Cuando hay humor de por medio, parece que la crítica política tiene visos de calar con una profundidad mayor que en su ausencia. Parece que podemos llorar cuanto queramos, pero no reír en la misma medida.

 

 Como era obvio, los articulistas de El censor, escribían bajo seudónimo. Sesudos comentaristas y analistas literarios se estrujaron sus meninges, durante décadas, hasta dar con los autores hasta que, finalmente, descifraron que uno de los colaboradores anónimos más frecuentes era el alavés Félix María Samaniego, nuestro fabulista de Biasteri. Efectivamente, Samaniego era todo un ilustre: estudiante en los jesuitas de Baiona, señor de las cinco villas del valle de Araia, director del seminario de nobles de Bergara, diputado vasco en Madrid, alcalde de Tolosa… en fin una vida de hidalguías. Escribir en un medio burlón tenía sus riesgos. El mismo Samaniego lo pudo comprobar en otras facetas: sus poemas eróticos aglutinados en El jardín de Venus no serían editados hasta el siglo XX. Y Samaniego murió en el año 1801.

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