Tierra Vasca

Bajaba el río con fuerza, mientras cubría sus orillas de un verde agreste. Era la primavera. Escucho al poeta: “Cada vez que me pongo a caminar hacía mí, pierdo el rumbo, me desvío”. Son palabras robadas a Luis Ríus Azcoita, de sus “Actas de extranjería”. Nuestro rumbo nos lo marcan, sin silbidos. Cansínamente. Tanto que aunque a menudo disminuye el eco de la emisora, seguimos oyendo los mensajes del Gran Hermano en lo más hondo del cerebro. Repicar y dirigir. ¿Por qué seguir la línea? ¿Por respeto a los héroes? ¿Por obstinación? ¿Por tradición? El verde de las orillas ha perdido su naturaleza silvestre y, sin embargo, vuelve nuevamente la primavera. Como siempre.

Hace ya muchos años, cuando los encauzamientos y el cemento no existían, los límites se ensanchaban de ciento en viento. Las despedidas a esa “extranjería” tan lejana eran definitivas, según entendían los de casa. Miles de paisanos abonaron la tierra en territorios inhóspitos, en campos desconocidos. Lejos de quienes crecieron entre las mismas paredes, lejos de sus sueños y con el único bagaje, a edad temprana, de los recuerdos. Hijos, sin descendientes, de su tiempo.

Acudo a aquellos que dejaron la vida en Crimea, en una contienda absurda, sin amigos ni enemigos. A aquellos otros que viajaron a lomos de caballo hasta Córdoba para desplomarse en el destierro perpetuo. A los que cruzaron el océano, huyendo de la derrota, fueron alistados en colores extraños y sucumbieron en el empedrado de Montevideo. ¿Qué añadir a la irracionalidad? Demasiado. La desdicha de los que perecieron defendiendo el honor de un rey sin sangre azul bajo ceibas y palmeras, perseguidos por una fiebre llamada amarilla que surgía de las entrañas del trópico. O la de aquellos que instigados por unos militares ansiosos de sumar galones en sus casacas enfrentaron en el Rif a jóvenes de tez morena y dios hospitalario.

Cuando el hierro se convirtió en acero y la madera en polímero, la tierra extranjera continuó tan insólita como antaño, a pesar de adquirir una tonalidad singular. En selvas dibujadas sobre mapas en blanco y negro, tituladas con nombres tan solemnes como Indochina, desaparecieron jóvenes de Baigorri y Hendaia, al igual que otros de Atharratze o Donapaleu lo hicieron en pedregales argelinos. Si sus compatriotas del sur engordaron con sus últimos suspiro la nobleza borbónica hispana, ellos abultaron el tamaño de la estupidez francesa que nunca supo diferenciar imperio de república. Más cerca, en Mathausen, en Stalingrado, iconos de la intolerancia, borraron por segunda vez nombres de la lista infinita del anonimato, tal y como lo hicieron en Alanís, población perdida en la sierra sevillana, que acogió a presos desconocidos de un país ignoto, Euskal Herria.

Hace no mucho, apenas unas semanas, recuperamos los restos de Cándido Saseta, reducidos al silencio, en la orilla de un camino horadado por carros y tractores. Otro centenar de compañeros del que fue comandante en jefe de las Milicias Vascas en 1936, yacen en un terreno al que los vecinos de Las Regueras (Asturias) conocen como “El pradón de los vascos”. “Yo estoy allí, y hasta que allí vuelva, no me encontraré” decía el exiliado Vicente Amezaga desde Buenos Aires y desde cualquier parte.

Saseta quiso ser mikelete y le destinaron a Ceuta. La República le repatrió a Gasteiz. Cuando los militares espoleados por banqueros y obispos levantaron las bayonetas e hicieron esfumar la esperanza, Saseta lideró lo que hoy llamaríamos una tendencia soberanista. Escribió a los dirigentes políticos: “Conocida por nosotros la demarcación que para jurisdicciones de guerra ha hecho el Consejo de Ministros de Madrid, incluyendo a Santander con Gipuzkoa y Bizkaia, no tenemos más remedio que protestar enérgicamente y no aceptarla porque la demarcación de guerra debe ser Gipuzkoa, Bizkaia, Alaba y Nabarra quedando Santander unida a Asturias o a quien el ministro español de Guerra crea oportuno”.

Cándido Saseta murió en Asturias en febrero de 1937. Se indignó ante el lehendakari Agirre por la decisión del Ministerio de la Guerra de enviar tropas vascas a Asturias. Acató, sin embargo, las órdenes. Como él, otros cientos de jóvenes que fueron despedidos al son de la música pachanguera en la Gran Vía de Bilbao. Nada diferente a las ceremonias de otras épocas en los puertos de Pasajes o Baiona o en las estaciones de Atotxa o la de San Jorge. ¿Por qué se desplazaron a Asturias? ¿Por respeto a los héroes? ¿Por tradición?

Son escasas las ocasiones que se nos presentan para completar las “Actas de extranjería”. Completarlas con el último poema, el de la repatriación. Saseta descansará a partir del 26 de abril en la localidad que le vio nacer, Hondarribia. Le cubrirá tierra vasca. Me dirán que la tierra es tierra, aquí y en Patagonia. No estoy tan convencido para avalarlo. Porque estos días, en esta primavera que prospera, cuando deambulo por los prados y los caminos de nuestro país, descubro una tierra perfumada con resonancias y esencias particulares, repleta de susurros infantiles que me resultan familiares y que no he sido capaz de descifrar en ningún otro lugar del planeta. Aquí, la hierba crece de una manera especial y los surcos tienen una traza sobria que tampoco encuentro en otras aldeas. Quizás sean las ínfulas de un errabundo. Quizás. Pero ésta es nuestra tierra, la tierra vasca, la misma que cubrirá a Saseta y a su liviano equipaje de ilusiones.

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